miércoles, 13 de enero de 2010

SINFONÍA EN TRES TIEMPOS (NOVELA CORTA)

Doy fe de que lo que aquí cuento es la pura verdad... Podría empezar diciendo que soy inteligente, alto, guapo y tengo cuatro carreras universitarias. Siendo sincero, casi ninguna de esas afirmaciones sería cierta. ¿Para qué mentirte, querido lector? No tiene sentido alguno, a no ser que sea un imbécil redomado y, desde luego, no creo serlo.
No soy nadie que el mundo conozca por sus grandes méritos o descubrimientos; sino más bien uno de tantos seres anónimos, atormentados por una vida más plena de desgracias que de lo contrario. En el trayecto que va desde mi nacimiento hasta cumplidos los 60, he podido constatar que muchas de las cosas en las que he creído en mi juventud, no se sostienen en la madurez; muchas de las que consideré dogma de fe a los veinte, no me atrevería ni siquiera a mencionarlas hoy en público.
Así, habiendo llegado a la conclusión ––¡tardía, pero importante!––, de lo estúpido que resulta defender ideas o convicciones a ultranza, dado que cambian con el tiempo, me he convertido en la persona más heterodoxa y tolerante que puedas imaginarte. No solamente en el terreno religioso o filosófico, sino en muchos otros campos del humano deambular en busca de respuestas.
Nacido en una ciudad que nunca ha dejado de ser una gran aldea, crecí rodeado del amor de los míos. No puedo alegar traumas de la niñez, para culparles de mi posterior mala suerte en el trabajo o el amor. Hoy, cuando ya he vivido una buena parte de mi vida ––¡según las expectativas para los varones del primer mundo!––, puedo afirmar, categóricamente, que no me gusta lo que he visto ni lo que sigo viendo. Sé que lo sucedido durante estos años, no deja de ser lo mismo que ha vivido la gran mayoría de los mortales, de cualquier raza, clase social, religión o filosofía... ¿Acaso el desamor se siente de diferente manera? ¿Acaso el dolor no es lo mismo? ¿Acaso rechazamos el placer? Sí, ya sé que alegarás que las cosas se ven de distinta manera en las diversas culturas, pero te puedo asegurar que el dolor, sea físico o psíquico, genera lágrimas en todos los ojos, sean castaños, negros o azules...
––¡Eres un inepto! ––mi mujer me escupe mientras friega la loza––. ¡El marido de mi hermana gana dos veces más que tú!
––Pero... ––no me deja terminar mi ya manido alegato sobre la dificultad de encontrar algún trabajo mejor pagado.
––¡Ni pero ni pera! ––exclama frotando con creciente furia la sartén––. Si tuvieses un poco más de ambición... ¡Inepto!
Casada conmigo hace ya catorce años, no deja nunca de recordarme mi inutilidad y lo inteligente y guapo que es su cuñado. Este escupitajo a mi amor propio ––¡ya no me queda mucho, la verdad!––, forma parte de su cotidiana manera de demostrarme que solamente sigue conmigo por una extraña misericordia.
––¡Si tuvieses vergüenza buscarías un trabajo mejor! ––escupe otro día por la tarde mientras ve su telenovela favorita––. El marido de mi hermana ha comprado un televisor de plasma enorme, por 2.700 Euros. ¡Cómo se ven en él las telenovelas!
Es cierto que mi sueldo no es para echar cohetes, pero soy un simple oficial administrativo en el departamento de contabilidad de una empresa mediana… ¡No puedo esperar mucho más! El cuñado de mi mujer, licenciado en derecho, tiene su propio bufete de asesoría laboral y, además, hace algunos trabajos extra.
Yo, después de más de nueve horas de trabajo, no tengo tiempo ni ganas de hacer nada más. Estoy deseando terminar la jornada para volver a casa donde, a pesar de tener que soportar las quejas y constantes vejaciones de mi mujer, intento descansar después de haber contabilizado cientos de facturas. Mis ojos, cansados por los reflejos de la pantalla del ordenador, ven ante ellos multitud de chispitas; mosquitos persiguiéndome hasta bien entrada la noche.
Cuando llego, después de un «¡Buenas noches!» que casi nunca obtiene respuesta, me siento en el sofá para leer el periódico. Ella, ignorándome, sigue atenta uno de los muchos programas del corazón. De vez en cuando, siento su mirada sobre mí. Su rostro hace ya muchos años que dejó de expresar amor o siquiera afecto. Lo único que me transmite, es hastío y aburrimiento. «¿Cuándo me dirá que se va?» Esta pregunta, me la hago, cada vez más frecuentemente...
Así, inmerso en semejante «felicidad» conyugal, llevo los últimos once o doce años. Nuestro amor ––¿quizá solamente pasión?––, no duró mucho más de uno o dos. A partir de un impreciso momento, lo que nos mantuvo unidos por un tiempo, se fue enfriando. No por razones físicas ––¡creo haber sido un buen amante!––, sino por la falta de cariño. Ella nunca dejaba de echarme en cara lo escaso de mi sueldo y yo, cansado de escucharla, terminé por soportarla educadamente, pero sin deseos de sentir su cuerpo cerca del mío.
Un día, poco después de llegar del trabajo, sucedió lo yo había esperado durante tanto tiempo:
––¡No puedo vivir más contigo! ––me espetó aquella tarde nada más llegar del trabajo––. ¡Creo que lo mejor para ambos será separarnos! ¿Qué piensas tú?
Si dijese que la declaración de su deseo de ruptura me causó sorpresa, mentiría. En el fondo llevaba muchos años esperándola; deseando escuchar aquella petición…
––¡Lo que tú quieras! ––mi contestación sin ningún tipo de protesta o llamamiento a la reflexión, debió sorprenderla––. Creo que será mejor dejar de vivir juntos que seguir soportándonos durante más tiempo.
––¿Pero...? ––parecía esperar mucha más resistencia a su propuesta de divorcio––. ¿No tienes nada más que decirme?
Me callé y esperé a que ella me dijese cómo y cuándo se haría realidad aquella separación. Desde luego me extrañó muchísimo que no hablase de dinero. Cierto que nuestra fortuna se componía solamente de aquel pequeño apartamento de sesenta metros cuadrados ––¡aún estebábamos pagando los últimos plazos de la hipoteca!––, y una cuenta en una Caja de Ahorros con un saldo inferior a 2.000 Euros. ¡Ciertamente, no éramos lo que se dice ricos!
––¿No dices nada? ¿Ni siquiera una mala contestación? ¿Un comentario cruel? ¿Una protesta? ––estaba visto que deseaba verme enfadado, pero no lo conseguiría de ninguna manera.
––¡Haz lo que quieras! ––exclamé mientras intentaba seguir leyendo el periódico––. ¿Acaso deseas escuchar que no deseo perderte?
––¿Tan mal lo has pasado a mi lado? ––seguía pinchándome, intentando sacarme de mis casillas––. Creo haber sido una buena esposa...
Si por «buena esposa» se entiende ponerme sobre la mesa aquella bazofia de comida que, invariablemente, alternaba pizza casera con hamburguesas, sí... ¡Había sido una buena esposa!
Si ser «buena esposa», es echar un polvo cada tres meses, haciéndolo con la sensación de estar dando golpes contra algo inerte y frío... ¡Había sido una buena esposa!
Si es una «buena esposa» la mujer que nunca te llama por tu nombre, sino con un distante y estúpido: «¡Eh tú!»... ¡Había sido una buena esposa!
Mientras seguía hablando de sí misma, me paré a pensar en las razones que tenía para, así de pronto, pedirme el divorcio...
––¿Se puede saber qué ha sucedido, para pedir el divorcio después de tantos años de soportarnos? ––realmente sentía cierta curiosidad por saberlo.
Ella pareció sorprendida por mi pregunta, y se mantuvo en silencio un buen rato... Se fue a la cocina y, desde la puerta, dijo:
––He conocido a otra persona... ––lo dijo con un ligero temblor en la voz, como esperando una furiosa reacción por mi parte––. Nada parecido a ti, por cierto.
La confesión me sorprendió por lo inesperada. «¿Quién podría ser el estúpido?», pensé. No sentí celos, ni rabia, ni siquiera pensé en que había sido engañado... Fue la sensación de haber estado viviendo con alguien que, de pronto, después de mucho tiempo, por fin conoces. Tranquilo y con la sensación de que mí ansiada libertad estaba más cerca que nunca, le dije sereno y con voz estudiadamente suave y conciliadora:
––¡No sabes cuánto me alegro por ti! ––la miré y sostuve su mirada hasta que ella no pudo aguantarla más.
Nuestra separación lo fue sin estridencias, riñas o peleas. Curiosamente, su abogado cedió a todas las peticiones del mío sin ninguna oposición y, al final, mi ex solamente se llevó un par de maletas con su ropa. La casa ––¡la hipoteca también––, y la cuenta con los 2.000 Euros, quedaron para mí. Mi abogado, tan extrañado como yo por aquel proceso rápido y sin problemas, me felicitó:
––¡Le felicito! La verdad, es que su esposa nos lo ha puesto tan fácil que yo diría que se ha liado con alguien que tiene mucho dinero ––me miraba con poco disimulado sarcasmo––. ¡Ya es usted libre!
Pasado algún tiempo llegó la petición formal de divorcio. Por fin, pude saber quién era el afortunado que me había relevado en aquellos brazos que hacía mucho tiempo no echaba de menos...
¡El marido de su hermana ––el abogado––, barrigudo, con cara de pelota de béisbol y ojos hundidos en unas cuencas azules y profundas, era mi relevo! Creo que estuve varios días sonriendo como un idiota, hasta que todos los compañeros de la empresa me preguntaron: «¿Qué te sucede? ¿Te ha tocado la Primitiva?». Dejé de sonreír en público, pero lo seguí haciendo en casa, cada vez que recordaba a la nueva pareja de mi ex. Por cierto que la hermana de mi ex ––casi en las mismas fechas––, también se había liado con otro señor que, a su vez, había abandonado el hogar conyugal hacía varios meses...
De pronto, me encontré sólo en casa, con el televisor apagado y pudiendo leer el periódico tranquilamente, sin escuchar reproches... Curiosamente, la paz de las primeras semanas, dio paso a una especie de «síndrome de abstinencia». Recorría toda la casa, una y otra vez, esperando escuchar los reproches de mi mujer. He de reconocer que después de un tiempo, empecé a echarlos de menos. Después de tantos años, me costaba un poco hacerme a la idea de no encontrarla al volver del trabajo... ¡Lo qué puede hacer una convivencia de catorce años!
La comida, fue lo más difícil las primeras semanas. Al regresar del trabajo tenía que preparar algo y, al final, caí en lo mismo que me hacía ella: ¡hamburguesas y pizza congelada! Pasado un tiempo y con un extraño y continuo dolor de tripa, opté por el plato del día en una cafetería cercana.
Al terminar de comer, tomaba un café, fumaba un cigarrillo y subía a casa para tumbarme en el sofá, leyendo los anuncios por palabras. Ahora, sin agobios, podría intentar buscar algún trabajo mejor.
¡Nada de nada! En unos se pedía un currículo académico imposible de obtener en una sola vida; en otros, la edad tenía que ser inferior a treinta y tener diez de experiencia...
Me resultaba inquietante comprobar como, cada día que pasaba, mis posibilidades de encontrar algún trabajo mejor pagado eran menores, pero, pensándolo bien... «¿para qué necesitaba más dinero?» Ahora, podía vivir mucho más desahogadamente y permitirme algunos caprichos que antes me resultaban prohibitivos. «¡No está tan mal la cosa!», pensé dejando el periódico sobre la mesita.
Aburrido y deseando explorar de nuevo la ciudad, daba largos paseos por calles que hacía ya muchos años no recorría. Era como un niño que descubre cosas nuevas a cada paso que da. Entraba en una cafetería, miraba escaparates, observaba a la gente ir y venir... ¡Podía pasarme las horas cómo me diese la gana y sin tener que soportar las broncas de nadie!
La ausencia de la que fue mi mujer, sin nostalgia, pero provocadora de recuerdos, me hacía regresar a la época en que éramos novios y solíamos ir a un cine del barrio para «hacer manitas», como eufemísticamente llamábamos entonces a «meternos mano», hasta donde era posible, en el oscuro patio de butacas…
Los recuerdos, hicieron despertar en mí el deseo... Entonces, aún teníamos viva la pasión; cada rincón oscuro, era un lugar adecuado para besarnos y frotar nuestros cuerpos ansiosos de encontrar el lugar deseado, pero prohibido.
En aquel cine de barrio, casi siempre en las últimas filas, podíamos permanecer casi dos horas tocándonos y, a veces, incluso algo más... Ella, ahora lo recuerdo perfectamente, disfrutaba sintiendo como mi hombría se despertaba al roce de sus manos sobre mi entrepierna... Yo, la despertaba acariciando sus pechos suavemente, hasta sentir bajo el sujetador la erección de sus pezones. Después, nuestras manos recorrían el cuerpo del otro como alocadas, para finalizar masturbándonos mutuamente. Recuerdo que, en los asientos contiguos, a juzgar por los suspiros y algún que otro gritito contenido, sucedía lo mismo… ¡Qué tiempos aquellos!
En mi barrio, aún se conservan dos cines con un amplio y oscuro patio de butacas. Han sido reformados pero, en esencia, siguen siendo igual de cómodos y discretos para las parejas. Uno de ellos, tenía mala fama por ser el feudo de homosexuales mayores y con cierta predilección por los adolescentes. Cuando esperábamos en la cola, era fácil localizarlos. Se trataba de hombres de edad madura que, con ojos de deseo y sin vergüenza alguna, nos observaban, gesticulando entre ellos de manera harto amanerada.
Mi primera ––¡y única!––, experiencia «extraña» se remonta a cuando apenas tenía catorce o quince años. Curiosamente y a pesar de saber que mi natural apetencia era heterosexual, siempre he recordado aquel episodio con cierta nostalgia. Si he de ser sincero, no resultó desagradable, sino más bien rara y morbosa. En un principio, quise rechazar el contacto de aquella mano experta y rápida que desabrochaba los botones de mi bragueta, buscando afanosamente mi pene... Después, no sé si movido por la curiosidad o por el deseo ya despertado, le dejé hacer mientras simulaba concentrarme en la película...
El deseo, a pesar de mi inicial resistencia, fue despertando con los movimientos de aquella mano cálida y experta que me masturbaba muy despacio. El placer que sentía, logró hacerme olvidar mi inicial repugnancia a dejarme tocar por un hombre. No pude ver su rostro con claridad, en aquella oscuridad solamente rota a ratos por el intermitente centelleo del proyector. Lo único que sentía cerca de mi era su jadeante respiración, cada vez más apurada, como esperando el momento de sentir su mano empapada con mi abundante y caliente esperma de adolescente. Cuando todo terminó, solamente una frase mientras se levantaba sigilosamente de la butaca, quizás para buscar otro adolescente permisivo como yo:
–– ¿Te ha gustado, chico? ¡Espero verte por aquí otro día!
Hoy, al recordar aquel lejano episodio, que no comenté con nadie hasta pasados muchos años, vuelvo a sentir el deseo de ser masturbado. ¡Ya sé que sonará raro, pero, de pronto, tengo el deseo de volver a aquel cine de barrio, sentarme en las últimas filas y esperar!
Han pasado casi nueve meses desde mi divorcio y he engordado dos kilos, a pesar de haber dejado de comer hamburguesas y pizza. Los que me conocen, dicen que tengo muy buena cara; los compañeros de trabajo alaban mi buen humor.
No he vuelto a saber nada de mi ex y su rico marido. ¡Ojalá les vaya muy bien! Sinceramente, les deseo todo lo mejor pues, a pesar de todo, sus respectivas infidelidades me han hecho a mi feliz. Cuando miro hacia atrás y me veo al lado de una mujer con la que nada me unía ya, valoro mucho más esta libertad que ahora disfruto. Para redondear mi dicha, la semana pasada me han nombrado ayudante del director de finanzas, aumentándome el sueldo. «¿Qué más puedo pedir?», me pregunto saliendo de la oficina.
––¿Me podrías acercar al centro? ––quien me pregunta es una compañera de trabajo a la que apenas conozco––. Perdona pero tengo que hacer una gestión en la calle Alcalá y si voy en el autobús no llego.
––¡Desde luego! ––contesto mientras le abro la puerta del coche––. Sube que ya nos vamos. ¿Dónde quieres que te deje en Alcalá?
––Al principio, cerca del Banco de España, si te va bien ––me dice mientras cierra la puerta––. Me llamo Luisa. Trabajo en marketing. No sé si hemos hablado alguna vez...
––Una vez que yo recuerde, en la última cena de empresa ––respondo ––. En realidad solamente fueron dos palabras. Estabas con Márquez de contabilidad… ¿Recuerdas? Por cierto... Me llamo Antonio y trabajo en contabilidad.
––¡Sí, ahora te recuerdo! ––su voz es preciosa y sus ojos de un castaño claro, muy hermosos––. Como trabajamos en plantas distintas es difícil vernos...
«¿Cómo no me habré fijado antes en ella?», me preguntó mientras enfilo la Castellana en dirección Colón. Es de mi misma edad, unos 40 o 43 años, pelirroja, con buen tipo. Su perfume, afrutado y suave, me encanta.
––¿Aquí te va bien? ––pregunto cuando enfilamos Alcalá––. Tengo que aparcar o dar la vuelta en Plaza de España. ¿No te importa quedar aquí?
––¡No! ––ella se quita el cinturón de seguridad y baja––. ¡Muchas gracias y cuando me veas háblame, por favor! Soy la mar de despistada...
Sigo hasta la Plaza de España y bajo hasta Vistillas. Hacía años que no venía por esta parte de Madrid. ¡Está desconocida! Recuerdo cuando era un chiquillo de apenas 10 años y venía casi todos los domingos a jugar con mi amigo Juan. ¡El pobre Juan! Se fue después de una larga y penosa enfermedad, cuando apenas tenía veinte años. «¿Qué sería de su hermana, aquella pelirroja que parecía un chico jugando a bandidos? ¿Cómo se llamaba realmente? En la pandilla siempre era «Chispita»; nunca pude conocer su verdadero nombre...».
Recuerdo sus espeluznantes gritos, espada en mano...
Cuando el pecho de otras niñas de su edad insinuaba que se estaban haciendo mujeres, «Chispita» parecía un chico pecoso, siempre llena de arañazos. Era la mejor compañera que uno puede desear. Sabía pelear y no huía de ningún chico, aún siendo éste mayor que ella. Siempre presentaba batalla y si uno de su pandilla estaba en apuros, allí aparecía dando aquellos gritos que, según ella, eran iguales a los del Guerrero del Antifaz al atacar. No sé si era verdad o no, de todas maneras y al escucharla, más de uno desistía de la pelea… ¡Qué tiempos!
Llegué a casa cansado de estar toda la tarde dando vueltas. En realidad había valido la pena volver a visitar aquellos lugares de la infancia. Sin darme casi cuenta, y desde mi divorcio, estaba como ansioso por recuperar recuerdos, queriendo volver a un tiempo idílico que... «¿lo fue realmente?»
Cuando estaba casado, todo estaba programado por mi ex: las salidas los fines de semana con su hermana, y aquel marido que después se la dio con queso con mi ex; las visitas a mi suegra ––¡nada que ver con el tópico!––, realmente encantadora, pero que cansaba a un santo con sus relatos de la Guerra Civil, en la que su difunto había luchado en el bando republicano, en la larga y cruel defensa de Madrid. Las tardes del domingo, en su casa, tomando un buen chocolate con porras, eran el lado más amable de mi familia política. La pobre murió antes de ver a su hija divorciada. ¡Con lo que ella criticaba a las mujeres que no «aguantaban» a sus maridos!
Lo que más le gustaba a mi ex, era pasear por la Castellana. ¡Creo que me conozco cada baldosa de sus aceras, desde Martínez Campos hasta la Plaza de Colón! El domingo por la tarde, después de un par de horas en el cuarto de baño retocando los naturales desperfectos de los cuarenta, se ponía sus mejores galas y salíamos a pasear por la larga avenida. Un refresco o un café, según la estación del año, en la plaza de Colón y vuelta a casa... ¡Una rutina que nunca comprendí!
Durante este trayecto, su deporte favorito era echarme en cara lo mal vestida que iba comparada con ésta o aquella: «¡Fíjate que ropa lleva esa! Seguro que la falda cuesta más de 200 Euros. ¿Te das cuenta lo chic que resulta ese chaquetón de garras de atracan? ¡Eso es vestir y no lo que yo llevo!». Así todos los domingos, excepto cuando la lluvia era torrencial o los rayos amenazaban caer sobre nuestras cabezas. ¡Insoportable mujer!
En la empresa, desde mi ascenso como adjunto al director de finanzas, estoy mucho mejor. Mi anterior trabajo, rutinario y sin mucho aliciente, ha dado paso a lo que podríamos llamar «labor creativa». Sí... Es creativo lo que hago pues, básicamente, se trata de maquillar la contabilidad de cara a que los socios de la empresa vean resultados inexistentes en los balances. Que las pérdidas parezcan ser ganancias a medio plazo, y que las ganancias se dediquen a un fondo de maniobra que nadie sabe para qué sirve...
En fin, no deja de ser lo mismo que hacen otras muchas empresas para maquillar su situación real. ¡Mientras me paguen y tenga trabajo, me da todo igual! No seré yo quien comunique a mis compañeros la verdadera situación de la empresa… ¡Cundiría el pánico!
Hoy viernes, al salir del trabajo, he vuelto a ver a Luisa. Salía acompañada de otras compañeras de su departamento. La saludé con la mano desde el aparcamiento. Ella, me hizo señas para que la esperase un momento.
––¡Hola, Antonio! ––me parece mucho más atractiva que la primera vez––. Me gustaría darte las gracias por lo del otro día. Con las prisas me olvidé. ¡Perdona!
––¡Ya me diste las gracias, mujer! ––estoy pensando si aceptaría tomar un café conmigo––. No tiene importancia. Si algún día necesitas que te lleve me lo dices. ¿Quieres que te lleve a algún lugar, hoy?
––¡No, gracias! Me marcho pues tengo que coger el Metro. ¡Hoy me toca limpieza! ––sonríe mientras me estrecha la mano––. ¡Hasta mañana!
––¿Quieres tomar un café? ––me atrevo a preguntar––. Mañana no tienes que trabajar y la limpieza puede esperar... ¿Qué me dices?
Por un momento parece dudar, pero, después de unos segundos, me contesta:
––¡Acepto el café! ¿Tú no tienes prisa por llegar a casa?
––¡Ninguna! ––contesto rápido––. Cuanto antes llegue, antes tendré que preparar la cena.
Vamos hasta la Plaza Mayor y entramos en una pequeña cafetería bajo los soportales.
––¡Bien! ––no sé cómo iniciar la conversación––. ¿Qué tal el trabajo en el departamento de marketing?
––¡No está mal! ––contesta ella––. A veces es aburrido, pero, normalmente, me gusta. ¿Y tú? ¿Cómo es el tuyo en contabilidad?
––¡Resulta aburrido! Cuando salgo de trabajar aún sigo viendo largas columnas de números ante mis ojos. ¡Los que no servimos para otra cosa, tenemos que dedicarnos a la contabilidad! –– termino queriendo hacer un chiste fácil.
––¿No estás casado? ––hace la pregunta con toda naturalidad y sin aparente curiosidad––. Yo lo estuve hace algún tiempo, pero apenas duró un año. Ahora vivo con una amiga en un pequeño apartamento, cerca de las Vistillas. Ella también trabaja, pero en otra empresa.
––¡No! No estoy casado. Como tú, también lo estuve, pero ya hace un año que estoy divorciado. Mi matrimonio duró bastante más que el tuyo pero, en este tema, creo que duración no siempre es sinónimo de calidad ––termino con una sonrisa forzada.
––¡Mala suerte para ambos! ––exclama sonriendo––. A lo mejor nos hemos precipitado al escoger nuestras parejas. ¿No crees?
––Es posible ––contesto, sin convicción––. Ya sabes lo que dice el viejo refrán: «Boda y mortaja del cielo bajan».
––Mi boda debió subir del infierno en vez de bajar del cielo ––dice ella con la mirada perdida––. Era un auténtico cabrón… ¡Perdón por la expresión!
Terminamos el café y también la conversación. Me ha gustado estar con ella. Parece sencilla y sincera. Después de un primer impulso para concertar una cita posterior, algo me dice que no debo hacerlo. «¡Aún no estoy curado de mi antigua enfermedad matrimonial!, pienso. ¡Mejor será esperar un poco más!»
–– Bueno... ––dice levantándose––. Habrá que ir a casa...
La acompaño hasta la boca del Metro y nos despedimos con un: «¡hasta el lunes!»
El fin de semana, además de servir para dormir sin la amenaza del despertador, lo dedicaré a hacer un recorrido por otras zonas de Madrid. Hace tiempo que deseo vagar por sus calles, dejar que mis pasos me lleven al azar por lugares que despiertan en mi recuerdos de la niñez y la adolescencia, cuando en pandilla y fumando un cigarrillo entre cinco o seis, mirábamos descaradamente a las chicas de nuestra edad y lanzábamos aquellos estúpidos piropos, castizos y machistas: «¡Quién fuese baldosa para mirar hacia arriba! ¡Tus padres no deberían dejarte salir a la calle para provocar terremotos! ¡Guapa!»
El repertorio podía ir desde lo más inocente hasta lo más obsceno. Arropados por el grupo, éramos capaces de decir las barbaridades más inesperadas. Personalmente y sin la compañía de mis «compis», he de confesar que nunca me atreví a lanzar un sólo piropo.
Me levanto cuando son casi las once de la mañana. Me ducho, me afeito y aguantando las ganas de encender el primer cigarrillo, bajo a la cafetería de la esquina. Un café y un croissant me hacen despertar del todo. Después el primer cigarrillo. La seca tos del fumador me aconseja dejar de fumar... Mi sistema para fumar menos, se basa en aguantar lo máximo por la mañana. A veces, las menos, consigo llegar sin fumar al mediodía. Lo malo del método es que, por las tardes, suelo recuperar todo lo ahorrado...
Como el plato del día en la cafetería de costumbre y, después, salgo en dirección al Paseo de Rosales. Hace mucho tiempo que no veo la rosaleda que, a finales de mayo… ¡Ya debe estar muy hermosa!
Cuando llego a Rosales, acuden los recuerdos de mis provocadores y chulescos diecisiete años: mi pandilla, con gorra de requeté y la cruz de San Andrés en la solapa, camina por la acera esperando la llegada de los que portan boina roja, cinco flechas y el yugo en su camisa. Nuestro enfrentamiento, se ha convertido en una especie de ritual dominical, a pesar del peligro que representa. Ya hace mucho tiempo que, sin saber muy bien la razón, nos hemos convertido en «enemigos» de los que pertenecen al llamado Frente de Juventudes. Ellos nos insultan y, nosotros, repelemos su provocación liándonos a tortas en pleno paseo. Cuando aparece la policía para disolver aquellas ruidosas peleas de adolescentes, tanto ellos como nosotros corremos hasta perder de vista a los «grises».
Hoy, con la distancia de los años, la verdad es que ni nosotros sabíamos qué defendíamos, ni ellos creían en lo que proclamaban cantando el Cara al Sol, mientras nosotros entonábamos el «Oriamendi». ¡Cosas de chiquillos! Curiosamente, muchos años después ––fallecido ya el caudillo––, y cuando pasé a militar en un partido de izquierdas, me encontré con viejos conocidos de ambos bandos. Rememoramos riendo aquellas peleas de «gallitos» en el Paseo de Rosales.
La rosaleda, como supuse, está hermosa. El suave perfume de las rosas lo inunda todo. Monto en el teleférico que lleva a la Casa de Campo.
La primavera ha movilizado a cientos de familias que meriendan desperdigadas por la pradera, bajo los árboles. A lo lejos se escucha la música del Parque de Atracciones…
Casi tres horas después, cuando ya empieza a anochecer, vuelvo a tomar el teleférico para regresar a Rosales y tomar el Metro camino de casa. No he hecho otra cosa que caminar y observar a mí alrededor, pero la tarde ha pasado como un suspiro. «¡Cuánto tiempo hacía que no daba un paseo tan largo!», me digo cuando llego a casa.
Tengo un mensaje en el contestador... Mi suegra ha fallecido y mi ex, con voz neutra, me informa de la hora y el lugar del entierro, por si deseo asistir...
Acudo al tanatorio, intentando pasar desapercibido. En escasos minutos, cumplo con el requisito de dar el pésame a mi ex, a sus hermanas y a algunos familiares más de la difunta. Acompaño la comitiva hasta el cementerio del Oeste. Allí, en el panteón de la familia, descansa ya para siempre aquella mujer que, a pesar de la mala prensa de las suegras, siempre me cayó bien. ¡Lástima que su hija solamente heredase de ella el color de los ojos!
Esta fue la penúltima vez que estuve cerca de la que había compartido catorce años de mi vida. Si he de ser sincero, cuando la besé en la mejilla y le expresé mis condolencias, sentí una extraña y desagradable sensación y el deseo de marcharme, lo antes posible. Cuando salí del tanatorio, tenía la certeza de estar cerrando un capítulo de mi vida.
En el trabajo todo sigue igual. La empresa sufre algunos vaivenes por drásticos cambios en el mercado, pero, con algunos «remiendos», sigue funcionando. Lo más importante: las nominas del personal se siguen pagando a final de mes...
Hace unos días que siento la necesidad de sexo. Sí... Después de tanto tiempo sin estar con una mujer ––¡los recuerdos que tengo del sexo con mi ex, especialmente los de los últimos años, son traumáticos!––, mi cuerpo parece pedir guerra. Cuando estaba casado, a pesar de hacerlo pocas veces, aquellos minutos intentando llegar al clímax no dejaban de ser una especie de ejercicio relajante que calmaba mi deseo por unas semanas.
Hubo momentos en que sospeché que mi mujer era frígida y, otros, en los que llegué a pensar que mi inexperiencia era la culpable de su falta de entusiasmo en el sexo.
No le pedí, pasado algún tiempo y después de haber intentado convencerla de la bondad de ciertas prácticas sexuales diferentes a la archiconocida postura del «misionero», que se saliese de los cánones más estrictos de su supuesta moral cristiana: masturbación, felación, etc. Solamente esperaba de ella que hiciésemos el amor con un poco más de pasión... La postura me daba lo mismo. ¡Ya hacía tiempo que había renunciado a variantes más o menos imaginativas!
Todo lo que a mí me gustaba, como juego previo al coito: la felación o la masturbación mutua eran, según sus hipócritas palabras: perversiones y porquerías... ¡Hipócrita! ¡Seguro que a su cuñado se lo ganó con algunos «extras» que conmigo nunca quiso poner en práctica!
Hoy, después de analizarlo desde la distancia, sé que ni lo uno ni lo otro. Ni ella era frígida, ni yo era el inexperto macho incapaz de satisfacer a su hembra. Todo se resumía a algo mucho más simple: ¡la falta de una mínima atracción! Hacerlo con alguien por quien no sientes nada, resulta traumático. Así, con animadversión y desgana, fue como consumimos parte de nuestras vidas, hasta llegar al hastío total.
Ahora puedo comprender a algunos hombres que se van de putas estando casados con mujeres como la mía... Para mi no se trata de personas infieles, sino de pobres desgraciados que buscan en las caricias pagadas y fingidas de una prostituta, lo que sus mujeres les niegan sistemáticamente.
¡Lo dicho! Siento la necesidad de sexo y a falta de una novia, compañera o esposa con quien hacerlo, he de buscar remedio en otros lugares para esta tensión que, desde hace unos días, me impide pensar en otra cosa que no sea estar con una mujer y hacer el amor...
Obsesionado por el deseo más viejo del mundo, leo con detenimiento, diría que con delectación, las últimas páginas del periódico. He de reconocer ¡decir lo contrario sería mentir! que leer los anuncios de la sección de «contactos» me resulta sumamente excitante, no sólo por lo explícito del contenido de algunos de ellos, sino por lo que la imaginación puede volar leyéndolos...

«Morena caribeña, medidas de diosa, sin tabúes, lo hago todo: francés sin, griego profundo... 50 Euros media hora. ¡Ven y repetirás! Teléfono: 678...»

«Rubia nórdica, cuerpo de Afrodita, recién llegada a España. ¡No pongo limites a tu imaginación! ¡Compruébalo! 60 Euros media hora. Teléfono: 650...»

«Travestido, mulata imponente, bien dotada, recibo y doy. Todos tus deseos hechos realidad. Especial para principiantes. 24 horas. Domicilio y hotel. 50 Euros media hora. Teléfono: 679...»

«Estudiante sobresaliente de lengua francesa. Medidas de modelo. 65 Euros una hora. Si no sales satisfecho puedes repetir gratis. Domicilio y hotel las 24 horas. Teléfono: 699...».

Y así, cientos de tentadoras ofertas de sexo, para alguien como yo que lleva meses sin comerse una rosca. También hay anuncios del tipo de: «ama dominante necesita esclavo». ¡Estos últimos, la verdad, no me tientan!
La verdad es que la idea de traer una prostituta a casa no me gusta «¿Cómo será en realidad? ¿Será cómo dice o un cardo borriquero? Además, he de pensar en los vecinos... Seguro que los de enfrente miran por la mirilla siempre que llego a casa ¡Especialmente desde que me divorcié!»
Por otro lado, ir a uno de esos pisos donde ellas trabajan, tampoco me apetece mucho. ¡Es difícil encontrarse con conocidos, pero seguro que si voy de putas me los encuentro a casi todos!

«Inexperta, nueva en la ciudad. Jovencita dulce y morena. Hago lo que tú quieras… ¡Ven y enséñame! 50 Euros media hora. 70 una hora completa y repites. ¡Volverás! Teléfono: 670...»

¡La elección resulta difícil! Cuando salgo del trabajo quiero llamar, pero algo me lo impide ¡Tengo vergüenza! Sinceramente, la última vez que fui de putas fue hace muchos años, cuando estaba en la mili. Nos juntamos unos cuantos, para visitar aquel burdel cerca de la Plaza de la Cebada, donde unas diez o doce mujeres prestaban sus servicios. No recuerdo aquella experiencia con especial nostalgia...
Espero al sábado por la tarde para hacer las llamadas. Desde el anonimato del teléfono, escogeré la que mejor me parezca y después me lanzaré... «¿Qué puede suceder?» Si no me gusta solamente habré gastado 50 o 60 Euros. ¡Pensar en llamar me pone nervioso! Bueno, lo que siento es una mezcla de nerviosismo de adolescente mezclado con la curiosidad morbosa de un hombre maduro. He escogido el anuncio de «morena caribeña...». No sé muy bien la razón, pero quizás sea el exotismo o el deseo de comprobar si, realmente, es cierta la especial sensualidad de las mujeres de aquellas latitudes...
––¡Hola! ¿Dónde estáis? ––es lo primero que se me ocurre preguntar con una voz que no es la mía.
––Calle de la.... Número 14 primero B ––Somos tres chicas de 23 a 30 años, cariño. ¡Ven y lo pasarás muy bien!
––¿Los precios? ––ya voy perdiendo la inicial vergüenza––. ¿Cómo son los precios?
Me explica con detalle cada servicio y los precios, mientras yo apunto la dirección. No queda muy lejos de casa. Esperaré a que anochezca para pasar desapercibido. ¡Solamente faltaría que alguien conocido me viese entrando en aquel edificio!
––¿Me abres? ––llamo al timbre, temeroso de equivocarme––. La puerta se abre y subo, casi corriendo, al primer piso. ¡No deseo encontrarme con los vecinos!
Sobre la puerta del primero B, la luz está encendida. Cuando voy a pulsar el timbre, la cara sonriente de una mulata, joven y agraciada, se asoma. Coge mi mano y me conduce hasta una habitación en suave penumbra.
––Espera un momento, cariño ––me dice con melosa voz––. Ahora vienen las chicas para que escojas… ¿Vale? ¿Quieres tomar algo?
No deseo tomar nada. No sé dónde meter mis manos mientras espero. Creo, sin conocer aún a las otras, que me gusta la joven mulata que me abrió la puerta...
La rubia, con fuerte acento extranjero, se presenta dándome un beso en la mejilla: «Soy Érica». Es alta y de hermosas proporciones...
La negra, cuerpo de ébano y figura escultural, me besa en la boca guiñando un ojo: «Soy Amanda». Bajando la voz, me dice: «¡Ven conmigo y no te arrepentirás, amor!»
––¿Qué? ––la mulata que abrió la puerta vuelve para preguntarme––: ¿Ya has escogido, cariño?
––¡Sí! ––contesto cogiendo su mano––. ¡Me gustas tú!
––¡No sabes cuánto lo siento! ––exclama sonriente––. Hoy no puede ser, amor. Acaba de bajarme la regla. Tendrás que escoger a otra...
Escojo a la negra que, al cabo de un minuto, aparece con un neceser bajo el brazo.
––¿Cómo te llamas, cariño? ––tengo la impresión de que es el amable y habitual protocolo para romper el hielo––. ¿Eres de aquí?
Las preguntas me parecen indiscretas, pero termino dando el nombre de Alberto y diciendo que estoy de paso en Madrid.
Me lava cuidadosamente; después se echa en la cama... «¡Es realmente hermosa!», pienso observando su cuerpo de ébano desnudo sobre el lecho. En la penumbra, la abrazo y beso desesperadamente. Ella, inmovilizándome las manos, inicia un lento recorrido por todo mi cuerpo con su cálida y áspera lengua. Siento una intensa y desconocida sensación cuando, como leyendo mis más íntimos deseos, me practica una suave y larga felación...
Quedo como paralizado, mientras ella continúa haciéndome sentir un placer hasta ahora nunca conocido. «¡He tenido que venir hasta aquí para saber lo que se siente con esta práctica que mi ex calificaba de «asquerosa»!, me digo mientras el clímax me inunda por completo y mi cuerpo se abandona a las caricias de aquella experta meretriz.
Mí vida, desde que me divorcié, ha cambiado... ¡Para mejor!
Me siento tan joven y vital que, a veces, tengo la impresión de que nunca estuve casado; de que mis cuarenta y pico años, no son tantos y que me volveré a enamorar cualquier día. «¿Acaso he de abandonar mis ilusiones por un primer fracaso?»
La capacidad de soñar, aletargada durante catorce años de matrimonio, ha vuelto a despertar y, milagrosamente, crece con cada pequeña cosa que descubro o, simplemente, con el estático ejercicio de dejar pasar el tiempo.
No quiero parecer excesivamente optimista, pero desde que estoy libre de la tiranía de aquella mujer, a la que un día creí amar, me miro al espejo por las mañanas y veo el rostro de alguien con unas enormes ganas de vivir.
Quiero gozar de las cosas que me ofrece la vida, sin nadie que me llame «inepto» al llegar a casa; quiero gozar de la compañía de una mujer cariñosa y comprensiva a la que hacer el amor no le resulte un acto «asqueroso»; quiero acariciarla por todo su cuerpo y que ella acaricie el mío, sin mojigatos e hipócritas tabúes que nos impidan descubrir el placer de las mutuas y consentidas caricias.
¡Sí! Creo que nunca antes he tenido mis sentidos tan despiertos, y tantas ganas de vivir cada momento con la mayor intensidad posible, como ahora. Las pequeñas cosas que casi había olvidado, vuelven a ser importantes para mí. Un simple café, en una terraza, contemplando el ir y venir de la gente, me hace sentir vivo.
Mi experiencia sexual con la prostituta negra, me ha provocado una especie de complejo de culpa… «¿Por qué?», me pregunto. Soy una persona libre que a nadie tiene que dar explicaciones sobre su conducta sexual. ¡Reminiscencias de la educación religiosa de mi niñez!
La experiencia, con aquella experta meretriz, ha sido placentera pero muy corta. Creo que no he podido aguantar más de quince minutos las expertas caricias de aquella hermosa negra que, sin manifestarle mis más recónditos deseos, supo darme lo que siempre había deseado de mi mujer. «¡Qué lengua la suya! ¡Qué magia la de sus manos!»
He vuelto a ver a Luisa a la salida del trabajo. Cuando quise saludarla ya se había metido en el coche de una compañera y, al parecer, no me vio. He pensado en ella de vez en cuando... Parece una chica simpática con la que me siento a gusto, pero tengo la impresión de que ha quedado algo «tocada» por su corta y dolorosa experiencia matrimonial... Los divorciados, como suelo decir en broma, somos una especie «dolorida», cada vez más numerosa. ¡Algún día volveré a intentar hablar con ella tomando un café!
¡He lanzado más maldiciones que nunca en mi vida! ¡El accidente pudo ser mucho peor! Aquí estoy, en una cama del Hospital de La Paz, con una pierna rota y fuertes dolores en todo mi cuerpo, como si hubiese pasado una apisonadora sobre mí.
Salía de casa para el trabajo y en la rotonda de Martínez Campos, un imbécil circulando a velocidad de vértigo, inundo mi carril dándome un tremendo golpe en el lado del conductor. Quedé aprisionado entre los hierros de la puerta y el volante, hasta que los bomberos me pudieron sacar. Permanecí consciente mientras trabajaban, pero cuando me sacaron me desmayé. Durante el tiempo que estuve aprisionado entre aquel amasijo de hierro y plástico no sentí dolor, sino un adormecimiento progresivo de mis extremidades... Era como si un profundo sueño me fuese invadiendo lentamente, a pesar de resistirme. Cuando desperté, ya me encontraba en esta cama del Hospital, con un collarín que me impide mover el cuello y la pierna derecha enyesada hasta las ingles… «¡Hijo de puta!»
Según me comenta la enfermera que me atiende, tendré para un mes largo con el yeso. Dos o tres meses más, tendré que dedicarlos a la rehabilitación. Para mi consuelo, y según el informe médico, no son de esperar secuelas al tratarse de una fractura limpia. «¡Si cojo al cabrón que me hizo esto!», pienso mientras observo el yeso de mi pierna.
Han pasado ya cinco días... Los dolores van cediendo, poco a poco, pero la postura con la pierna colgada de un artilugio semejante a una grúa, además de incomoda, resulta ridícula. No espero visitas, pues los escasos familiares que tengo son muy mayores y viven lejos de Madrid. Me preocupa mi casa y lo que allí pueda suceder. La nevera quedó bastante llena de productos perecederos...
El buzón del correo también me preocupa pues estará lleno de propaganda y alguna que otra carta del banco… «¡Si cojo al tío que me dio el golpe lo mato!», me digo furioso.
He llamado a la oficina y ya estaban enterados del accidente por la policía local. Me desean una rápida mejoría. Mi jefe promete enviar a alguien a visitarme, en cuanto pueda...
El compañero que está en la cama de al lado, lo tiene bastante peor que yo... Tiene el torso enyesado, collarín y una pierna rota. Otro accidente de trafico, por lo que escucho decir a su esposa que lo visita todas las tardes.
Casi una semana después de estar en el hospital, me visita Luisa...
––¿Cómo te encuentras? ––me da un beso en la mejilla––. Me enteré de tu accidente por un compañero tuyo que lo comentó en el ascensor. ¡No sabes cómo lo lamento! ¿Puedo hacer algo por ti?
––¡Te agradezco el detalle, Luisa! ––realmente me he sentido muy sólo estos días––. El accidente fue culpa de un estúpido que circulaba a velocidad inadecuada. ¡No sabes la cantidad de veces que he deseado estrangularlo!
––¿No te ha visitado nadie de tu familia? ––me pregunta––. Te ruego no dejes de decirme si necesitas alguna cosa.
––No tengo a nadie en Madrid ––contesto mientras me acomodo en la cama––. Mis parientes, los pocos que me quedan, ya son mayores y viven lejos.
En realidad deseo pedirle que vaya a mi casa para ver cómo anda todo, pero no me atrevo. Ella parece leer en mi silencio y, de nuevo, insiste:
––¡Vaya por Dios! ––me mira seria––. Si necesitas algo, no dejes de decírmelo. Si puedo ayudarte en cualquier cosa, lo haré con mucho gusto.
––No quisiera abusar de tu amabilidad, pero si pudieses ir hasta mi casa para ver cómo anda todo por allí. Ya sabes: la nevera, cerrar el agua, el gas, mirar el correo... No tengo a quien pedirle que lo haga. ¡Lamento molestarte! ––termino.
––¡No digas tonterías, hombre! ¡No es ninguna molestia! ––me mira sonriente––. Dame las llaves y cuando salga hoy del trabajo, iré hasta tu casa ¡No te preocupes! Vendré a verte en cuanto pueda... ¿Necesitas alguna cosa más?
La visita de Luisa me ha parecido muy corta. No hemos hablado de nada importante, pero, su sola presencia, me ha hecho mucho bien. Cuando estoy con ella, tengo la extraña sensación de estar con alguien que conozco desde hace mucho tiempo...
Mi jefe ha enviado a uno de mis compañeros para visitarme y preguntarme si necesito algo… «¡No deja de ser un detalle!», pienso.
Mi compañero de habitación ha tenido que ser operado de urgencia. Por la noche sus gritos eran angustiosos y fue llevado al quirófano de inmediato. Por los comentarios que escuché a la enfermera, parece ser que surgió una complicación pulmonar a consecuencia de un par de costillas que tenía rotas. «¡Pobre hombre!»
Me quedo dormido a cualquier hora. Los fuertes calmantes que me administran, me producen una continua somnolencia...
––¡Hola! ––su beso en la mejilla me hace despertar de la duermevela provocada por los calmantes––. ¿Cómo estás hoy?
Luisa me entrega unas cartas y se sienta cerca de la cama...
––¡Gracias! ––me doy media vuelta para verla mejor––. La verdad es que los calmantes me atontan un poco. La pierna, según va soldado el hueso, me molesta bastante... ¡Nada importante!
––¡Cuánto lo siento! Cerré el agua y el gas. Tiré a la basura algunas cosas de la nevera que ya estaban mohosas ––me dice sonriendo––. El buzón de correo estaba repleto de propaganda y solamente tenías estas cartas.
––¡Gracias, Luisa! ¡Eres mi hada buena! ––digo sonriendo––. Espero poder agradecértelo invitándote a comer o cenar cuando la pierna me permita caminar… ¿De acuerdo?
––¡Vale! ––ella sonríe también––. Acepto la invitación y espero que pronto puedas caminar.
Me pregunta si deseo que vuelva a mi casa de vez en cuando, o si me devuelve las llaves...
––¡Por favor! ––respondo––. Quédate con ellas y te agradeceré que vayas cuando puedas para echar un vistazo. Yo, por lo menos hasta dentro de una semana no saldré de aquí. ¡Lo estoy deseando!
––¡Me había olvidado! ––dice mientras saca una tarjeta de visita de su bolso––. Aquí tienes mi número de móvil por si necesitas cualquier cosa. ¡No dejes de llamarme!
Su visita vuelve a parecerme muy corta, a pesar de haber transcurrido casi una hora... «¡Realmente es una chica estupenda!», pienso al verla marchar.
¡El tan esperado día ha llegado por fin! Me dan el alta del hospital y puedo marcharme a casa... Llamo a Luisa para decírselo, rogándole me venga a buscar con las llaves de casa.
Cuando entramos en casa, lo primero que llama mi atención es un ramo de flores sobre la mesita de la sala. Huele a limpio y todo está ordenado.
––¡Se ve la mano de una mujer en casa! ¡Gracias por las flores! –– exclamo mientras camino trabajosamente hacia el salón––. ¡No tenías que haberte molestado en limpiar la casa tan a fondo!
––Bueno... En realidad no estaba muy sucia. Se ve que eres un hombre bastante ordenado ––me dice quitando importancia a lo hecho––. ¡He visto cosas peores!
––El lunes empiezo la rehabilitación ––le comento mientras intento acomodarme en el sofá––. Me han comentado que los primeros días son bastante duros, hasta que los músculos van cogiendo flexibilidad.
––Debes tener paciencia ––me dice mientras prepara un café en la cocina––. En un par de semanas ya podrás caminar mucho mejor.
Es sábado por la mañana y Luisa no trabaja. Creo que, sin decirme aún nada al respecto, piensa quedarse para acompañarme. Me gusta la idea de tenerla todo el día a mi lado; de poder contemplarla como camina por la casa como si conociese cada rincón de la misma. Su figura, cada vez que la miro, me resulta más hermosa y grácil. Lo que más me gusta de ella, es aquella sonrisa de chiquilla traviesa. Como ya he observado en otras ocasiones, hay un atisbo permanente de tristeza en su mirada… «¿Qué le habrá sucedido en su corto matrimonio? ¿Quizás está preocupada por algo?»
––¿No te importa que ponga la tele? ––pregunta––. Hay un programa sobre la naturaleza que empieza ahora y me gustaría verlo, si te parece bien.
––¡Por supuesto que no me importa! ¡Estás en tu casa! Además me encantan esos documentales...
Los dos, sentados en el sofá, vemos el programa en silencio. La miro de reojo. Mis pensamientos vuelan a otro tiempo en el que no me sentía igual de cómodo con mi mujer. Por cierto... «¿qué será de ella?» Desde el entierro de su madre, no he vuelto a verla ni a sé nada de ella. En realidad, no siento ninguna necesidad de conocer su vida, pero he de reconocer que catorce años con alguien, provocan recuerdos, de vez en cuando... «¡Qué pena de tiempo perdido a su lado!»
Luisa se queda conmigo el sábado. Cuando anochece, quiere marcharse pero logro convencerla para que se quede a dormir. Ya era muy tarde y hacía una noche de perros. Aceptó, después de insistir yo bastante y llamar a su compañera de apartamento para decirle que no iría a dormir. Preparó la cama en la otra habitación, en la que yo dormía cuando mi mujer y yo nos enfadábamos.
Cuando despierto, un intenso olor a café recién hecho llega hasta mí. Después de lavarme y afeitarme con alguna dificultad, voy a la cocina. Allí, sin darse cuenta de mi llegada, está enfrascada en preparar algo.
––¡Buenos días! ––mi saludo desde el quicio de la puerta la sobresalta ––. ¿Cómo has dormido?
––¡Qué susto me has dado, Antonio! ––se vuelve hacia mi––. Debe ser por la falta de costumbre... Pensé que estaba en mi casa y escuchar la voz de un hombre, a mis espaldas, me sobresaltó. ¡Estaba tan concentrada en preparar la comida que no me enteré de tu llegada! He dormido bien, pero, si he de ser sincera, he extrañado mi cama...
––¿Qué estás preparando? ––pregunto curioso––. ¿De donde has sacado esa carne?
––La compré hace un par de días. Haré un estofado… ¿Te gusta? También compré huevos y algunas cosas más que necesitarás: azúcar, aceite, queso, embutidos.... Te compré una caja de yogures para que tomes uno después de cada comida... ¡Dicen que tienen mucho calcio!
––¡Tenemos que hacer cuentas, Luisa! ––digo mientras la observo cortando la carne––. No solamente has limpiado la casa, sino que también has hecho la compra...
––¡No tiene importancia! Ya haremos cuentas ––se limpia las manos para servirme el café––. ¿Cómo lo quieres? ¿Sólo o con leche?
Mientras desayunamos, no dejo de sentir una agradable sensación hogareña, viéndola allí, con el mandil puesto y sirviéndome el café con leche.
Sé que no debería hacer ciertas preguntas, pero mi deseo de conocerla mejor, puede más que el sentido común o el tacto...
––¿Me permites que te haga unas preguntas?
Parece sorprendida y también algo incómoda. Contesta mirándome un tanto seria:
––¿Qué quieres saber? No hay nada extraordinario que contar. Mi vida es de lo más normal.
––¿Cómo fue tu matrimonio? ––la miro y veo que sus ojos se empañan ligeramente––. Quiero decir... ¿qué pasó para romperse?
––Si he de ser sincera, Antonio, no me gusta hablar de mi corto y lamentable matrimonio. No lo hago ni con mis amigas más íntimas ––me mira esperando mi comprensión––. Me siento muy mal cuando recuerdo aquel tiempo. A pesar de todo, haré una excepción contigo, puesto que también me has contado algo del tuyo.
––Te pido me perdones, Luisa. No he querido hacerte daño recordando cosas desagradables. ¡Perdona mi curiosidad y olvídalo!
Ella queda en silencio por un momento y, después, volviéndose hacia mi...
––Éramos muy jóvenes y habíamos crecido juntos en el mismo barrio. Cuando apenas tenía veinte años nos comprometimos y, al poco tiempo, decidimos casarnos. Mi familia nunca estuvo de acuerdo con aquella boda. Él nunca había gustado a mis padres, pero yo creía estar enamorada y no hice caso de sus consejos.
––¿Cuántos años tenía él cuando os casasteis? ––pregunto animándola a seguir.
––Juan era dos años mayor que yo, pero apenas había madurado. En realidad parecía un crío de dieciséis años por su ausencia de sentido común. Eso era lo que mis padres habían visto en él y yo no. No veían futuro en aquel matrimonio que empezaba con el único bagaje de una pasión juvenil… ¡Tenían mucha razón!
––Pero... ¿Qué pasó después? ––sentía curiosidad por saber la causa de la ruptura.
––A pesar de la oposición de mi familia, nos casamos ––parece triste al recordarlo––. y fuimos a vivir con sus padres...
–– Te enfadaste con los tuyos? ––sigo preguntando curioso.
––¡Sí! Su oposición a que nos casásemos y los venenosos comentarios de Juan y sus padres, me volvieron contra ellos y dejé de hablarles. Juan, a las pocas semanas de casarnos, empezó a salir de nuevo con su pandilla de amigos. Muy a menudo, regresaba tarde y algo bebido. Cuando le decía algo, se ponía sumamente furioso.
––¿Llegó a pegarte? ––después de hacer la pregunta me arrepiento de haberla hecho––. ¡Perdona!
––Eso llegó un poco más tarde, quizás alentado por los «consejos» de su madre. Ella siempre le decía que debía «mantenerme a raya» para evitar que me subiese a sus barbas.
––Deduzco que tu suegra y tú no congeniabais mucho ––le digo intuyendo una relación llena de tensión.
––Al principio creí que sí, pero, pasado algún tiempo, pronto comprendí que lo único que quería era tener una sirvienta. Yo trabajaba en una oficina y cuando llegaba a casa cansada, ella me hacía lavar la ropa de todos, limpiar la casa o salir a comprar al supermercado. Hablé con Juan sobre este asunto, pero él no me hacía caso, dando siempre la razón a su madre. Llegó a decirme que si seguía quejándome aún sería mucho peor.
––¿Qué hacía tu marido? ¿Trabajaba? ––sigo indagando.
––Cuando nos casamos trabajaba en una compañía de transportes, en las oficinas. Poco después, lo echaron por faltar repetidamente al trabajo. En lugar de buscar trabajo, se dedicaba a estar en el bar con sus amigotes y llegar a casa tarde y borracho. Un día, al decirle algo sobre sus continuas borracheras, fue cuando me pegó. Sus padres, a pesar de presenciarlo, nada hicieron para evitarlo.
Luisa, detiene su narración al recordar aquel episodio. Yo, comprendiendo su dolor, dejo de preguntar y me quedo en silencio. Después de una larga pausa continúa:
––No fue la única vez y, pasado un tiempo, estando completamente borracho, lo volvió a hacer. Esta vez, cogí mis cosas cuando todos dormían y me fui a una casa refugio del Ayuntamiento. Desde allí llamé a mis padres que, a los pocos minutos, llegaron para llevarme a casa.
Interrumpe su relato, seguramente incómoda al recordar ciertos hechos. Después prosigue:
–– Después vinieron los trámites de la separación, el divorcio y las ganas de superar el trauma y rehacer mi vida. Mis padres, nunca me echaron en cara mi equivocación y, en casa, no se volvió a hablar nunca más de aquel doloroso episodio. Ambos ¡los pobres! y con un escaso intervalo de tiempo, murieron poco después de mi divorcio. A Juan, nunca más volví a verle. Por lo que pude saber más tarde, volvió a casarse. ¡Compadezco a su mujer! Como puedes ver, una historia más de inmadurez, desamor y violencia doméstica... ¡Menos mal que duró poco!
––Realmente tu historia es muy triste y tienes que haberlo pasado muy mal ––ahora comprendo que sus ojos tengan siempre aquel halo de tristeza––. En mi historia, no hubo violencia física, pero sí una continuada agresión psicológica por parte de mi ex. Quiero pensar que nuestra relación terminó por falta de amor. Quizá la verdadera razón, sea que éste nunca existió… ¡Asunto cerrado!
Pasamos la tarde del domingo charlando, viendo algún que otro programa en la tele y comentando cosas del trabajo. Creo conocer mejor a Luisa en un fin de semana que a mi ex en los catorce años de mala convivencia y escasas charlas. «¡Realmente es una chica estupenda, pero bastante marcada por la traumática experiencia de su matrimonio!»
––Bueno... ––Luisa se pone la chaqueta––. Me gustaría quedarme, pero tengo todas mis cosas de aseo en casa y mañana hay que trabajar. Ten cuidado con la pierna. Si necesitas algo llámame a casa o al trabajo. ¿Lo harás?
––¡Sí! ¿Cómo podré pagarte todo lo que has hecho por mí? –– estamos en la puerta––. ¿Por cierto cuánto tengo que darte por las compras?
––¡Ya haremos cuentas otro día! ¡Cuídate mucho!
Aquella noche, tardo en dormirme pensando en Luisa...
La primera sesión de rehabilitación resulta muy dolorosa. El fisioterapeuta se ha dedicado a mover la pierna de uno a otro lado. He tenido que apretar mis dientes para evitar gritar de dolor. Según él, tenía que comprobar la flexibilidad de los músculos para planificar los futuros ejercicios. He caminado sobre una cinta continua, sin muletas y apoyándome en una barandilla, hasta agotar mis aún menguadas fuerzas. Mirando a mi alrededor, me asombra la cantidad de gente con lesiones en piernas y brazos que asisten a estas sesiones de rehabilitación. ¡Parece que la mitad de los habitantes de Madrid tiene el extraño hobby de atropellar a la otra mitad!
Debo ir dos días a la semana a rehabilitación y, según el fisioterapeuta, en un mes podré dejar la muleta y caminar casi como antes. Este «casi» me ha puesto nervioso. «¿Significa que quedará alguna secuela?» Vuelvo a acordarme del cabrón que provocó el accidente y al que le debo este lamentable estado.
Luisa, durante el primer mes de mi rehabilitación, ha pasado casi a diario por casa para limpiar y hacerme la compra. Ahora, después de casi cinco semanas, ya puedo caminar bastante bien sin la muleta y hacer todo como antes del accidente. «¡Realmente, el fisioterapeuta tenía razón! ¡Pero me sigo acordando del cabronazo que me dio el golpe!»
He vuelto al trabajo... Después de casi tres meses de baja, me resulta un poco duro retomar la rutina. Poco a poco, tengo que acostumbrarme. Mi jefe, me ha dado la bienvenida y con cierta ironía me ha dicho:
––¡Hay que prestar más atención en las rotondas, Antonio! –– contengo mis ganas de darle un puñetazo––. «¡Será cabrón!»
¡Echo de menos las diarias visitas de Luisa! Ahora, recuperado ya del todo, no hay ninguna razón para que siga viniendo a casa como antes. «¡Ojalá la hubiese!», me digo pensando en ella.
Cierto que desde mi accidente, hemos estado muchas veces juntos, pero, hasta hoy, no sé muy bien si lo que siento por ella, será correspondido. Creo que nos une una hermosa amistad, que se ha fortalecido con su constante preocupación por mí durante estos meses, pero su presencia ha despertado en mi otros sentimientos.
––No olvides que tenemos asuntos pendientes, Luisa ––le digo al salir del trabajo el viernes––. Te debo una comida y tengo que arreglar cuentas contigo.
––Mañana, si te parece puedes invitarme a comer y ya arreglaremos lo de las cuentas ––me dice sonriendo––. ¿Te parece bien? El lugar lo escoges tú...
––Te espero en mi casa sobre la una de la tarde ––me parece estupendo estar con ella de nuevo––. Ya buscaremos algún lugar por el barrio para comer… ¿De acuerdo?
El lugar, cerca de la Puerta de Toledo, es acogedor y típico. Un pequeño restaurante con paredes cubiertas de madera y mesas redondas con superficie de mármol. Nada lujoso, pero, según mis informaciones, sirven unas comidas caseras estupendas. La carta no es muy extensa, pero promete: callos madrileños, cocido, cordero al horno y unos postres caseros para chuparse los dedos. Lo más importante, para mi, es la compañía de Luisa...
Pedimos cordero al horno y una ensalada. Vino de Rioja, agua mineral y unas milhojas de postre. Finalizada la comida, tomando ya el café, viéndola allí a mi lado sonriente, pienso que quizás sea el momento adecuado para charlar de algunas cosas que pienso desde que la conozco. Presiento que con Luisa se puede hablar de cualquier tema sin tapujos, sinceramente... Sé que no la conozco tanto como quisiera, pero, lo poco que de ella sé, me da pie suficiente para expresar mis pensamientos sin temor...
––¿Te has dado cuenta, Luisa, que nos comportamos como dos personas que se conocen desde hace mucho tiempo? ––pregunto observando su reacción––. Tengo la impresión, siempre que estas conmigo, de conocerte de mucho antes. ¡Créeme, no se trata de hacer un cumplido fácil, sino de expresar una sensación que realmente tengo! ¿Qué piensas tú? ¿Te sucede algo parecido?
––Hace algún tiempo que deseo decirte lo mismo, pero no me he atrevido temiendo lo que pensarías... ¡Ya sabes de mi desconfianza hacia el género masculino! ––termina mirándome con sus ojos tristes––. Tengo la misma sensación que tú, pero quiero creer que se trata de algo que ha nacido por la «convivencia» de estos meses. ¡Creo, sinceramente, que nos hemos hecho muy buenos amigos!
––¡Yo también lo creo así! ––asiento––. ¡Quiero ser sincero contigo! Mucho me temo que empiezo a sentir algo más que amistad por ti, Luisa. ¡Te ruego no me interpretes mal, pues solamente expreso en voz alta lo que siento!
––¡Te comprendo y agradezco tu sinceridad! ––se ha ruborizado un poco––. Pero ¡por favor! no hablemos de amor... Ya sabes cómo pienso aún al respecto y, deseando también ser sincera contigo, te agradecería que dejásemos este tema... ¡Somos amigos y espero lo comprendas! No estoy aún preparada para pensar en una relación amorosa... ¿Me comprendes, Antonio?
––¡Sí! ––me siento mal al haber provocado aquella reacción en ella––. Te prometo no volver a hablar de este asunto. Te ruego me perdones por haberlo hecho… ¿Me perdonas?
––¡Claro que sí, tonto! ––sonríe abiertamente––. Te puedo asegurar que si con alguien me gustaría intentar vivir una historia de amor, ese alguien serías tú. ¡Ya ves que soy sincera! Pero, hoy por hoy, te agradecería que no hablásemos más del tema- ¡El tiempo dirá!
Fue la última vez que se habló de aquellos sentimientos en nuestras conversaciones... Ambos, cada uno por distintas razones, pactamos dejar que el tiempo hiciese su trabajo. «¿Podríamos, algún día, volver a retomar lo que hoy no parecía posible? ¡Yo lo deseaba con todas mis fuerzas!»
Seguimos viéndonos al salir del trabajo, nos llamábamos regularmente por teléfono y salíamos algún fin de semana de paseo o al cine... En nuestras charlas, siempre amigables y sinceras, nunca más volvió a pronunciarse la palabra «amor», si bien siempre planeó sobre nosotros, después de aquella primera insinuación mía.
El trabajo, aquella sincera y entrañable amistad con Luisa y alguna que otra escapada a un piso en penumbra donde intentaba hacer realidad mis fantasías sexuales con una desconocida prostituta, conformaron mi vida el año que siguió al accidente de tráfico. A pesar de la monotonía de una vida que nada tenía de extraordinaria o excitante, intuía que otra etapa, más esperanzadora, estaba a punto de comenzar...
Fácilmente se deduce que mis sentimientos por Luisa, han traspasado la frontera de la amistad que surgió a partir de sus visitas al hospital y los meses posteriores. A pesar de su resistencia, que yo comprendo, a charlar sobre sentimientos que no sean puramente amistosos, ya nunca más podré verla solamente como amiga. Cuando está cerca de mí, el deseo de estrecharla y besarla se hace cada vez más fuerte. No sé cuándo sucederá, pero estoy seguro que llegará el primer beso, la primera caricia... «¿Cómo reaccionará?»
Ha pasado casi un año desde aquella tarde que insinué mi naciente amor por ella, después de aquella comida en la Puerta de Toledo. Fiel a lo prometido, a pesar de todo, nunca volví a poner el tema sobre la mesa. Ella, cuando charlamos, parece estar expectante, como esperando que yo vuelva a hablarle de mis sentimientos; temiendo que pueda hacerlo en cualquier momento...
«¡Todo tiene un límite!» me digo yo... Creo que, después de casi un año de silencio, ha llegado el momento de decirle claramente que la amo y que la hermosa amistad que mantenemos no es incompatible con el amor, sino un hermoso complemento del mismo. «¿Sabrá comprenderlo? ¡Por nada del mundo desearía perder su amistad!»
Es sábado, hemos ido al cine y la acompaño hasta la puerta de su casa. A punto de despedirnos, mirándola fijamente le digo:
––Luisa... ––cojo su mano que ella no retira––. Ha pasado un año largo desde aquel día en que te insinué lo que sentía por ti… ¿Recuerdas? No puedo esperar más para decirte que, a pesar del tiempo transcurrido, no sólo sigo pensando igual, sino que te amo aún mucho más. ¡Respondas lo que respondas, espero que lo comprendas!
Parece estar a punto de retirar su mano, pero continúa dejándola entre las mías...
––¡Te comprendo! ––es ella la que ahora aprieta mi mano––. Yo también siento algo más que amistad por ti, Antonio, pero tengo mucho miedo…
––¿Miedo? ––exclamo–– ¿A qué? Sabes muy bien que no todos los hombres maltratamos a las mujeres o somos borrachos. Tú ya me conoces bastante; sabes que nunca te haría daño.
––Ya lo sé... ¡Sabía que, un día u otro, volverías a sacar este tema! –– exclama mirándome fijamente––. ¿Serás capaz de comprender a una mujer tan rara? ¿Serás capaz de seguir amándome a pesar de mis desconfianzas? Yo también te amo, ya hace tiempo, pero sabes que temo entregarme... ¡Tengo miedo a no poder darte lo qué esperas de mi!
––¡Claro que soy capaz de seguir amándote! ––afirmo apretando sus manos––. También sé que me harás el más feliz de los hombres y tengo la seguridad de que los dos sabremos comprendernos y amarnos. ¡Yo haré que tus miedos desaparezcan para siempre, Luisa!
Queda en silencio, suelta mi mano y se va hacia la puerta...
––¡Quiero creer en ti, Antonio! ––su mirada triste ha desaparecido por un momento y me sonríe––. ¡Claro que quiero amarte y ser amada! Yo también creo que ya va siendo hora de ser feliz y me gustaría que a tu lado fuese posible.
Intento besarla, pero entra en el portal, lanzándome un beso con su mano...
––¡Hasta luego! Mañana, si te parece bien hablaremos de este asunto y de lo que ambos esperamos de él. Ahora no es momento de hacerlo. ¡Es muy tarde, Antonio! ¡Qué duermas bien!
Me despierta el timbre del portal. Apenas son las diez de la mañana y, la verdad, el domingo siempre aprovecho para dormir hasta muy tarde… «¿Quién será a estas horas?»
––¿Sí? ¿Quién llama? ––pregunto pulsando el telefonillo...
––¡Buenos días! Soy yo, Luisa. ¿Aún estabas durmiendo? ¡Siento mucho haberte despertado! ¡Abre!
––¡Sube! ––exclamo extrañado––. Aún estaba en cama...
Abro el portal y salgo corriendo hacia el cuarto de baño para lavarme rápidamente la cara y ponerme una bata.
Aún no he terminado, cuando suena el timbre de la puerta. Una Luisa sonriente y con un paquete en las manos entra, me da un beso en la mejilla y va hasta la cocina...
––Mientras preparo el desayuno te puedes duchar y afeitar. ¿Vale?
––¡Vale! ––digo aún sorprendido por su inesperada visita––. ¡Eres una caja de sorpresas! ¡No esperaba esta visita!
Me doy una ducha, me afeito y me visto... Cuando llego a la cocina la mesa está puesta. Veo que ha traído churros y croissants. El aroma del café recién hecho hace que me despierte del todo...
––¡Que sorpresa me has dado! ––exclamo mirándola––. ¿Cómo has madrugado tanto?
––La verdad es que apenas pude dormir, después de lo que hablamos ayer por la noche. Me desperté temprano y pensé que lo mejor que podía hacer era desayunar contigo un café recién hecho y unos churros... ¡La verdad, Antonio, es que tenía la necesidad de hablar contigo! Deseo dejar las cosas claras de una vez... Creo que ya soy lo bastante adulta para seguir huyendo de la realidad.
––¿Huyendo? ¿Realidad? ––era demasiado complicado para quien aún estaba medio dormido––. ¿Qué me quieres decir? ¡Aún estoy medio dormido para las adivinanzas!
––Me has declarado tu amor y me siento muy halagada. Como te he dicho ayer, también creo sentir algo por ti, pero... ¿me amas realmente? –– me mira inquisitiva––. Dime lo que sientes por mi, sin rodeos. ¿Me deseas? ¿Me amas? ¿Crees que conmigo puedes ser feliz?
Hago un esfuerzo para despertar del todo y contestar a sus preguntas con la máxima claridad. No quiero que existan dudas sobre mis sentimientos hacia ella.
––Todas las preguntas que me haces, tienen tres respuestas concretas: te amo, te deseo y tengo la seguridad de que puedo ser feliz contigo. ¿He dado respuesta a tus preguntas, Luisa? ––cuando termino me arrepiento de haber sido tan seco.
Parece sorprendida por la contundencia de mis respuestas. Permanece unos segundos en silencio...
––¡Sí! Has dado respuesta a mis preguntas y, además, por el orden que a mi me gusta ––me mira muy seria––. Desde que nos conocemos hay dos cosas de las que he estado siempre segura: que eres un buen hombre y un buen amigo. Lo demás, el amor que ambos creemos haber descubierto, es algo nuevo y no resulta fácil estar seguros de lo que sucederá.
––¿Quién puede estar seguro, Luisa? ––la miro con ternura––. ¡Probemos a amarnos y decidamos después! Claro que comprendo tu escepticismo, tus reparos y tus miedos, pero no puedes permanecer en la desconfianza toda la vida. Aún eres muy joven para vivir en la amargura de un mal recuerdo. ¿Me comprendes?
––¡Claro que te comprendo! ¿Acaso crees que no deseo ser amada? ¿Qué no deseo amar? Sabes muy bien que resulta difícil superar ciertas cosas. Tú mismo, a pesar de ser otra tu experiencia, aún sigues luchando contra los recuerdos de la convivencia con una esposa egoísta y estúpida. ¡Imagínate lo que lucho yo con los recuerdos de un borracho que me pegaba! ––termina con rostro triste.
Terminamos de desayunar y me acerco a ella mientras lava la loza. Pongo mis manos sobre sus hombros y mi boca muy cerca de su oreja derecha...
––¡Te amo, Luisa! ––susurro––. ¡Déjame que te ayude a espantar tus fantasmas!
Se queda inmóvil y, después de unos segundos, se vuelve lentamente. Estamos frente a frente... Nuestros labios están tan cerca que bastaría inclinar un poco la cabeza para rozar los del otro... Cierra los ojos y es ella la que se inclina. Después, ya no lo recuerdo bien, pero creo ser yo quien la besa a ella… ¡Qué más da! Nuestros labios se buscan golosos y parecen no querer separarse. Las manos, apresuradamente, van recorriendo nuestros cuerpos como queriendo asegurarse de que es real lo que está sucediendo...
Caminamos, sin decir palabra y sin dejar de besarnos, hasta el dormitorio. Empiezo a desnudarla, me desnuda... Encima del lecho, sin darnos un respiro, nuestros cuerpos se van descubriendo apasionadamente. Siento su cuerpo cálido pegado al mío, y ligeros estremecimientos cuando mis manos exploran sus turgentes senos...
En el frenesí que a ambos nos invade, aún tengo la suficiente lucidez para hacer una pequeña pausa y preguntar:
––¿Con preservativo o tomas algo? ––sé que la pregunta resta romanticismo al momento, pero he creído conveniente hacerla para no cometer un error, cegados por la pasión, que después nos pesaría–– ¿Qué hacemos, amor mío?
––¡Puedes sin...! ––ella abre ligeramente los ojos por primera vez desde que empezamos a besarnos en la cocina––. Hace ya un año que no tengo la regla y, además, confío en ti... ¡Ven, amor mío!
No la dejo terminar de hablar, pues mis labios siguen explorando cada rincón de su cuerpo. ¡Quiero descubrir cada poro de su piel! Reanudamos el apasionado intercambio de caricias. Ella, correspondiendo a las mías, cada vez más excitada y con los rítmicos movimientos de su pelvis, no deja de incitarme a penetrarla... Escucho sus gemidos de placer; siento que todo mi cuerpo se abandona a las sensaciones que me invaden, lentamente, hasta llegar a la explosión final.
Aquel domingo, gozoso e inolvidable, descubrí que Luisa no sólo era una excelente y sensible mujer, sino también la mejor amante que yo nunca pudiese haber soñado...
Quedamos como aletargados sobre el lecho, mientras nuestra respiración vuelve a la normalidad. Nuestros cuerpos, estrechamente abrazados, parecen no querer separarse. Luisa, brillantes sus hermosos ojos, me mira sonriendo… «¡Nunca la he visto tan hermosa!» Tras un rato de silencio, dice:
––¡Ya no tiene remedio! ––jadea aún––. Ahora ya hemos dado el paso que tanto temía. Los que faltan, amor mío, tendremos que caminarlos juntos para descubrir si realmente podemos llegar a donde deseamos. ¿No crees? Espero que lo que hemos descubierto hoy, sea el principio de algo muy hermoso para los dos.
––Si las cosas que quedan por descubrir son igual de hermosas que ésta –– la estrecho tiernamente contra mi pecho––. ¡Bienvenidas sean!
Pasado un tiempo, como si nuestra hambre de pasión no hubiese hecho nada más que despertarse, nuestros labios vuelven a buscarse y nuestros cuerpos a unirse con más pasión que la primera vez.
––¡Déjame respirar! ––Luisa tiene el rostro de un hermoso color arrebol––. ¡Ha sido demasiado para ser la primera vez, amor mío! ¡Dejemos algo para otro día!
Luisa vive en mi casa desde la semana siguiente al descubrimiento de nuestros cuerpos... Seguimos trabajando en la misma empresa y llegamos a casa juntos. Nada de lo que voy descubriendo de su carácter o su manera de amarme me disgusta, sino todo lo contrario… ¡Soy muy feliz!
Casi curada de sus viejas heridas, me devuelve con creces el amor que yo le doy. Tengo la fortuna de que toda la ternura guardada durante largo tiempo en su corazón, me es entregada en cada caricia. La noche, cómplice de nuestro amor, sabe de nuestras apasionadas entregas que, indefectiblemente, terminan en la total comunión de nuestros cuerpos... ¡Sin tabúes ni estúpidas fronteras!
––Antonio ––su rostro está pálido y refleja el dolor––. ¿Me llevas a urgencias? ¡Tengo unos horribles dolores en el bajo vientre!
No tardamos ni diez minutos en estar en la puerta de urgencias de La Paz. Un médico de guardia la examina y, volviéndose hacia mí, me informa:
––Todo parece indicar que se trata de un ataque de apendicitis. Debemos intervenirla urgentemente, pues parece bastante agudo. Haremos unas pruebas y la bajaremos a quirófano cuanto antes. ¡No se preocupe y espere en la sala hasta que le informemos!
––Amor mío ––aprieto su mano mientras los camilleros la llevan hasta el ascensor–– Estoy aquí contigo... Pronto habrá pasado todo y estarás bien de nuevo. ¡Sé fuerte y no dejes de pensar que estoy a tu lado! ¡Te quiero!
––¡También te quiero! ––su rostro refleja el intenso dolor––. Te veré dentro de nada… ¡No te preocupes, amor mío!.
Ha pasado casi una hora desde que se la llevaron. Pregunto al médico de urgencias que la auscultó a su llegada, sobre la marcha de la operación...
––¡No se preocupe! ––me dice––. En estos momentos seguramente está siendo ya intervenida. Dentro de poco estará en reanimación. Vaya a tomar algo a la cafetería. ¡Todo irá bien! ¡Ya le avisarán!
Voy a la cafetería, pero soy incapaz de terminar el café... Temo que las cosas no estén marchando bien. Deseo creer que mis temores son producto de mi inquietud... «¡Pobre Luisa!» Recuerdo cuando fui operado de apendicitis, casi a punto de convertirse en una peligrosa peritonitis y tuve que pasar más de quince días en el hospital. «¡Ojalá no suceda algo parecido con ella!»
He estado en la calle fumando, como no lo hacía desde hace mucho tiempo. Sin apenas darme cuenta, me he visto encendiendo un cigarrillo tras otro... Vuelvo a la cafetería para tomar un segundo café y, como la vez anterior, mis nervios no permiten que lo termine. Me levanto y voy hasta información de urgencias... «¡No puedo esperar más!»
La enfermera mira una ficha y me informa:
––La operación ha finalizado... Se trataba de una peritonitis, no muy aguda, pero complicada. En este tipo de operaciones se tarda bastante más, pero todo ha ido bien y, ahora, se encuentra en reanimación ––la enfermera me mira––. ¿Es usted su esposo?
––¡Sí! ––respondo nervioso y sin desear dar más explicaciones––. ¿Cuándo podré verla?
––Estará en reanimación, más o menos una hora, hasta recuperar la consciencia. Después, será llevada a planta y podrá verla. ¡Espere a que le informemos!
El tiempo parece no querer pasar. Miro, una y otra vez, el reloj deseando que llegue el momento de poder verla. «¿Cómo estará? ¡Una peritonitis no es cosa de broma!» Confío que su fuerte naturaleza haga que se recupere pronto...
––¿Cómo estás, amor mío? ––su rostro, muy demacrado, refleja lo pasado durante estas últimas horas––. ¿Cómo te encuentras después de este susto?
––¡Estoy como si me hubiesen dado una gran paliza, Antonio! –– exclama con un hilo de voz––. He pasado mucho miedo en el quirófano y eché de menos tu mano cogiendo la mía. ¡Necesitaba tu cercanía y pensé en ti hasta quedarme dormida por la anestesia!
––¡No sé quién lo habrá pasado peor! ––estrecho sus frías manos entre las mías, queriendo transmitirle calor––. He fumado como un carretero y el tiempo no pasaba, esperando poder verte. ¡No sabes el miedo que he pasado, Luisa!
––¡Bueno! ––intenta sonreírme––. Ahora ya ha pasado lo peor, pero aún tendré que estar aquí no sé cuánto tiempo. Tienes que traerme algunas cosas de casa para cuando pueda levantarme...
Cada día, durante los diez que está en el hospital, voy a verla. Su antigua amiga de apartamento y algunas compañeras de trabajo la visitan, dándole ánimos.
Su rostro, cuando yo entro en la habitación, se ilumina con aquella sonrisa que, sin palabras, me da las gracias por amarla. «¡Cómo la echo de menos en casa. Dios mío!»
¡Por fin llega el día de la tan ansiada alta! Llegamos a casa y lo primero que dice, sonriendo, nada más traspasar el quicio de la puerta:
––¡No puedo creer que todo esté tan limpio! ––una sonrisa picara acompaña al comentario––. ¿Quién ha limpiado en mi ausencia? Me parece que estuvo alguna amiga tuya… ¿Me equivoco? ¿Solamente limpiando o algo más? ¿Me has sido fiel durante estos días? ¡Tendré que pasarte una «revisión completa» en cuanto me sea posible!
––¡Puedes pasar todas las revisiones que quieras, amor mío! ¡Lo estoy deseando y no sabes cuánto! ––respondo también con picardía––. Todo está en perfecto orden de revista y lo podrás comprobar...
Tras unos días de descanso y la extracción de las molestas grapas, Luisa está de nuevo radiante y con ganas de volver al trabajo...
––¡No seas tan trabajadora! ––digo acariciando tiernamente la cicatriz de su bajo vientre––. Aún tienes casi dos semanas de baja y hasta que te sientas completamente bien, debes descansar y recuperarte. ¡No sabes el miedo que pasé cuando me dijeron que era una peritonitis!
––¿Qué pasó por tu cabeza, amor mío? ––acaricia mis manos––. ¿Pensaste que podías perderme?
––Pasaron por mi cabeza tantas cosas, Luisa. ¡No te puedes imaginar lo que pensé en esas horas que estuve sin poder verte! ¡Fue algo horrible y que no deseo volver a pasar nunca!
––Bueno... Ya pasó todo y, la verdad, me encuentro muy bien y con ganas de pasarte esa prometida «revisión» ––termina con pícara sonrisa––. ¡Con mucho cuidado, por favor!
Aquella noche, después de casi un mes sin hacer el amor, lo hicimos de una manera si cabe mucho más tierna, pero no menos apasionada. La cicatriz de Luisa, recién extraídas las grapas, me hizo ser extremadamente cuidadoso, pero nada dejamos de hacer de lo que habíamos hecho en veces anteriores.
Nuestra compenetración era tal que me admiraba de ella. Nada se había convenido; nada se había hablado y, sin embargo, todo lo que ambos deseábamos en el sexo era dado, generosamente, por ambas partes. Hacer el amor con Luisa, desde la primera vez, resultó lo más placentero y hermoso que uno se pueda imaginar. Ni una sola vez me sentí incomodo, ni pude ver en sus ojos una mirada de reproche a mis más intimas caricias. ¡La pasión, fuerte desde el principio, crecía con el conocimiento de nuestros cuerpos. ¡Nuestros más ocultos deseos se exteriorizaban de la manera más natural! ¡Nada, en aquellos momentos, era tabú!
Solamente puedo dar gracias a la vida por haberme permitido conocer a Luisa. «¡Qué mujer, señor!» Cuando comparo mi convivencia con ella, con los años perdidos al lado de mí ex, no puedo más que lamentarme de haber dicho: «¡sí quiero!» hace ya casi dieciséis años. Por cierto... «¿qué será de aquella extraña mujer a la que un día creí amar? ¿Seguirá con su rico pretendiente o ya habrá terminado su idilio apasionado? ¡Qué más me da!» Lo que no deseo es volver a verla nunca más... Algunas veces, paseando con Luisa, he tenido la extraña sensación de que alguien me estaba observando desde una esquina, oculto tras una farola… «¿Será ella? »
Llego a casa del trabajo...
––¡Luisa...! ––escucho la televisión en la sala––. ¿Cómo estás, amor mío?
––¡Hola! ¡Estamos en la sala!
«¿Estamos? ¿Quién habrá venido de visita?», me pregunto curioso.
Luisa y María, su amiga de apartamento a la que solamente he visto una vez en el hospital, están sentadas tomando café.
––¡Hola! ¿Cómo estás? ––la saludo con un beso en la mejilla.
––¿Cómo va esa cicatriz de guerra? ––beso a mi mujer y toco suavemente su vientre–– ¿Cómo estás?
––¡Bien! ––señala a su amiga––. María vino a visitarme y ya llevamos algo así como dos horas charlando. ¡Cómo pasa el tiempo!
––¡Espero que no estuvieseis hablando mal de mi? ––digo con tono jocoso–– ¡Seguro que habré salido muy mal parado!
––¡Todo lo contrario! ––es María la que contesta––. Luisa no hace más que alabarte... ¡Está como una regadera por ti!
Me siento y Luisa me sirve un café. Ahora, sí me fijo en su antigua compañera de apartamento. Tendrá, más o menos la edad de Luisa… «¡Es endiabladamente hermosa esta chica!», pienso mientras la sigo mirando con disimulo.
Ella, aprovechando que Luisa va hasta la cocina, me mira descaradamente desde los ojos hasta la bragueta. Su mirada y su sonrisa, no dejan lugar a dudas. «¡Está intentando provocarme! ¿De qué va esta tía?», me pregunto. ¡No puede ser, Dios mío! En mi propia casa y delante de mi mujer, su amiga me está lanzando los tejos con una sonrisa que lo dice todo. ¡Tierra, trágame! La llegada de Luisa de la cocina, hace que aquella mirada deje de estar fija sobre mí.
––¿Conocías a María? ––Luisa pregunta.
––¿No recuerdas? Nos vimos por unos momentos en el hospital –– contesto llevando la taza de café a mis labios.
––Si... ––María lo confirma––. Nos vimos una tarde cuando ya me marchaba de tu habitación. ¡Es más guapo de lo que me había figurado, Luisa! ¡Ten cuidado con él!
––¡No hay peligro, María! Es un buen chico y me ama locamente –– Luisa parece no haber detectado nada extraño en los comentarios de su amiga… «¡Inocente!», pienso.
María se despide de mi mujer y, después, aprovechando que Luisa va hacia la puerta, se acerca a mí. Sus labios rozan los míos por un segundo, camino de la mejilla, mientras sus ojos me miran fijamente... «¿Intencionado gesto?», me pregunto limpiándome los labios rápidamente.
––¡Espero que nos volvamos a ver algún día, Antonio! ––capto en su tono una solapada provocación.
––¡Cuando quieras! ¡Esta es tu casa! ¡Hasta siempre!
––¿Qué te ha parecido María? ¡Es un cielo de chica! ––Luisa recoge las tazas de café.
––¡Bien! ¿Hacía mucho que vivías con ella? ––pregunto.
––Unos pocos meses antes de venir a vivir contigo. Antes estuve con otra amiga que se marchó a Barcelona a trabajar. En realidad, a María la conozco desde que íbamos al instituto. Nunca fuimos grandes amigas. Después de muchos años, nos hemos vuelto a encontrar y decidimos vivir juntas. Es buena chica pero un poco alocada...
––¿Alocada? ¿Qué quieres decir? ––mi curiosidad crece.
––Lo que vosotros llamáis: «ligera de cascos». ¿Comprendes? Hoy sale con uno, mañana está con otro… No parece encontrar lo que busca. ¡Quizás no quiera unirse a nadie seriamente!
––¡Ya! ––termino pensando en la mirada desvergonzada de su amiga a mi bragueta y el roce «involuntario» de sus labios con los míos––. «¡Menuda calentura, tiene la niña! ¡Está realmente para hacerle un favor!»
Tengo un amigo, escéptico a ultranza, que siempre dice que «las casualidades no existen»... ¡Quizás tenga razón! Luisa ha bajado al supermercado y yo estoy leyendo el periódico cuando suena el teléfono...
––¿Sí? ¿Quién es?
––¡Hola ¡Soy María! ¿Puede ponerse Luisa?
––¡Hola María! Luisa ha salido un momento al supermercado, pero volverá pronto... ¿Quieres dejarle algún recado?
––¡Bueno! Dile que llamé, simplemente. ¿Cómo estás tú? ––intuyo que la pregunta es para evitar que la conversación finalice.
––¡Bien! ––me atrevo a decir, después de saber de que pie cojea––. ¡No tan bien como tú, desde luego!
Hay un momento de silencio... Después con un tono meloso y pícaro a la vez:
––¿Quieres que le cuente a Luisa que me estás tirando los tejos? –– escucho una risita contenida.
––¿Quién se los tira a quién? Si mal no recuerdo me los tiraste antes tú a mí, con mucho disimulo, por cierto...
––¡Bueno! Veo que te diste cuenta ––escucho otra risa contenida––. Era una especie de juego que practico solamente con los hombres guapos como tú.
––¡Vaya! ––la verdad esta chica no se corta un pelo––. Me estás poniendo nervioso, María. ¡Uno no es de piedra!
––¡Más te pondrías si supieses lo que estoy pensando ahora mismo!
––¿Se puede saber que pensamientos son esos? ––pregunto curioso.
––Estaba pensando en que me gustaría besarte despacio, para comprobar hasta dónde puedes serle fiel a Luisa… ¿Qué te parece la idea?
Ahora soy yo el que se queda en silencio... ¿Sigo el juego o lo dejo antes de que me arrepienta? Por un lado me resulta sumamente excitante saber que podría besarla; por otro lado, no desearía hacer daño a mi mujer con una aventurilla con aquella «calienta braguetas».
––¡Podemos hacer esa prueba cuando quieras! ––la respuesta me resulta extraña, pero ha surgido del subconsciente; espontáneamente––. No seré yo el que se niegue a ella.
––¡Vale! ––su voz se ha vuelto más grave––. ¡Yo te aviso cuando esté lista! ¿No te arrepentirás después?
En ese momento escucho abrir la puerta de casa. Es Luisa que regresa del supermercado.
––María quiere hablar contigo.
––¡Hasta luego, María! ––intento disimular––. Te pongo con Luisa que acaba de llegar.
Hablan durante un buen rato y, cuando terminan, nada extraño detecto en la voz de Luisa.
––Nada importante ––me comenta mi mujer, mientras coloca la compra sobre la mesa de la cocina––. Parece ser que ya tiene otro novio y, por lo que me cuenta, éste parece que le hace mucho más «tilín» que los anteriores. ¡Qué poco sentido común tiene esta chica!
Sentido común no sé si tendrá mucho, pero lo que es ganas de provocar, seguro que tiene. He de reconocer que durante el juego de palabras, me he excitado con el doble sentido de las frases y con la idea de besarla... «¡Mirándolo bien qué facilones somos los hombres! ¡Una escoba con faldas nos puede pone a cien!».
Luisa, recuperada ya del todo, ha empezado a trabajar. Los primeros días su humor ha cambiado de la misma manera que cuando uno regresa de vacaciones. Durante la primera semana, hemos tenido algún que otro roce por verdaderas tonterías. Al final, después de pasado este corto periodo de adaptación, los dos nos hemos reído de la «crisis».
––Hay que reconocer que cuesta trabajo empezar después de un par de meses sin ir a la oficina ––me dice mientras me acaricia la cabeza––. ¡Que malhumor! ¿Me perdonas estos días de mala uva, amor mío?
––A mi me sucede lo mismo cuando regreso de las vacaciones ––digo quitando importancia al tema y dándole un beso––. ¡No sabía yo que tenías tanto genio!
––¡Algo hay que tener! ¿No te parece? ––se ríe abiertamente––. Tú tampoco eres manco, amor mío. Lo importante es que, tanto a ti como a mi, nos dura un par de minutos el enfado.
Nuestra vida, sin mayores altibajos, continúa siendo lo que ambos deseamos que sea: una convivencia llena de respeto, cariño y pasión. Esta última, cuando nuestros cuerpos están cerca, se desata y nos hace sentir la necesidad del otro.
Luisa, al igual que yo, no tiene fronteras establecidas para las caricias. Todo vale en nuestros encuentros amorosos. De nada prescindimos con tal de darnos placer el uno al otro. Cada día que pasa, descubrimos nuevas maneras de amarnos y todas ¡absolutamente todas! resultan placenteras. Quizás el secreto esté, precisamente, en que la ternura y el cariño mutuo empapan cada gesto, cada beso, cada caricia... En lo demás, en el día a día, ninguno de los dos tiene ambiciones desmesuradas y con lo que tenemos es suficiente para vivir holgadamente.
Parece que María tiene una especie de «detector» para saber cuando Luisa no está en casa. Ha vuelto a llamar cuando mi mujer estaba haciendo la compra. Es sábado por la mañana...
Después de decirle que Luisa no está, María retoma sin más rodeos el tema de conversación de la vez anterior... Va directamente al meollo del asunto, el que me pone nervioso y hace saltar todas las alarmas. En verdad, ya no sé si habla en serio o solamente intenta ponerme a prueba. Como quiera que sea, estoy dispuesto a saber hasta dónde es capaz de llegar...
––¿Qué? ––dice con voz melosa–– ¿Cuándo podré ponerte a prueba, guapo?
Me he prometido a mí mismo no amilanarme y seguir su juego para comprobar dónde está el límite. Sé que estoy jugando con fuego; que este asunto, de seguir adelante, puede ser peligroso:
––¿Cuándo y dónde? ––soy escueto para probar si será capaz de responder con claridad al envite.
Hay unos segundos de silencio que yo entiendo como tiempo de reflexión ante una pregunta que precisa de respuesta concreta...
––Mañana a las once de la mañana, en mi apartamento.
––¡Será difícil! ––exclamo yo––. Tendré que buscar una disculpa para salir.
––¡Es tu problema, guapo! ––su voz tiembla un poco––. Yo pongo todo lo que tengo en el asador... Tú también tienes que hacer algo. ¿No crees qué el premio vale la pena?
Cuando regresa Luisa de la compra le digo que ha llamado María.
––¡Esta chica se está volviendo una pesada! ––parece enfadada––. ¿No crees? Siempre que llama es para contarme sus historias que a mi nada me interesan. ¡Ya podía serenarse de una vez!
Es la primera vez que miento a Luisa y temo que se descubra en mi rostro. Desde la sala, cuando ella está ocupada en la cocina le digo:
––Me ha llamado un amigo de la mili que estaba fuera de Madrid, para charlar y tomar algo. ¿No te importa que salga mañana por la mañana un rato? A la hora de comer estaré de vuelta en casa...
––¡Vete! ––contesta ella––. Si se hace tarde y no puedes estar a la hora de comer, llámame para prepararte la comida más tarde.
«¡Dios mío, qué fácil ha resultado! No me ha costado ningún esfuerzo encontrar una excusa para engañarla... ¿Qué estoy haciendo? ¿No sería más razonable mandar a la mierda este asunto? Aún suponiendo que pueda hacer el amor con María ¿Vale la pena? Y después ¿Qué?»
Durante unas horas, haciendo que leo el periódico, no dejo de sopesar el alcance de lo que voy a hacer… «¿Y si se trata de una broma de esa tía calentona? ¡Además de hacer el ridículo a lo mejor se lo cuenta a mi mujer! ¡Solamente faltaría eso!», pienso nervioso.
El domingo por la mañana, después de desayunar, recuerdo a Luisa mi cita con el amigo de la mili y salgo...
Cojo el coche en el garaje y conduzco en dirección Ventas, en donde está el apartamento de María. Conozco el lugar, pues estuve varias veces allí para la mudanza de Luisa. De todas maneras, tengo apuntado el teléfono por si surgiese algún imprevisto...
¡Estoy muy nervioso! No todos los días se inicia una aventura así con una amiga de tu mujer. «¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?», me pregunto cuando ya estoy en el parking. Desde allí al apartamento de María hay escasos diez minutos caminando.
Llamo al timbre con los nervios a flor de piel... Me siento como un adolescente ante la primera cita... Meto la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para comprobar si están los condones... «¡Vengo preparado para la traición!», me digo al tocar el envoltorio de plástico.
––¿Sí? ––es la voz de María–– ¿Quién es?
––¡Antonio! ––no acierto a decir nada más...
Cojo el ascensor hasta el quinto piso. Cuando llego, la puerta del apartamento está entreabierta. María apenas asoma su cabeza por ella...
––¡Pasa! ––me coge de la mano y me lleva hasta la pequeña salita––. ¡Veo que lo has hecho!
Mientas me llevaba de la mano, me ha venido a la mente aquella visita al apartamento donde estuve con la prostituta negra por primera vez. El mismo sigilo, la misma penumbra, el mismo ritual... La misma sensación de culpabilidad…
Me siento en el sofá mientras ella va hasta la cocina. Vuelve con dos vasos.
––¡Brindemos por los hombres valientes! ––se sienta a mi lado y cruza las piernas voluptuosamente. Está solamente con un camisón transparente que deja ver sus bien torneadas piernas y el nacimiento de sus firmes senos. Su suave perfume, no oculta del todo el olor del jabón utilizado en la ducha. Su larga cabellera castaña aún está algo húmeda...
––¿Te gusto? ––su pregunta me deja un poco descolocado––. ¿Te gusto más como mujer que Luisa?
––¡María! ––no me siento cómodo recordando a mi mujer a la que, aún sólo de pensamiento, estoy traicionando–– ¡No me preguntes cosas así! ¡Claro que me gustas! ¡Eres realmente guapa y cualquier hombre se volvería loco por estar contigo! ¿Qué más quieres escuchar?
––¡Tú me gustas mucho! ––dice al mismo tiempo que me besa apasionadamente en la boca––. Desde la primera vez que nos vimos en el hospital, tuve el deseo de follar contigo. No quiero que pienses que soy una puta, pero cuando me gusta un hombre, hago todo lo posible por conseguirlo. En este caso, además, hay un punto de morbo añadido: ¡eres el marido de mi mejor amiga!
No tengo tiempo para pensar mucho más sobre mi traición. La verdad, María es una auténtica fiera y no me da ni un sólo minuto de respiro... Me resulta imposible creer que una mujer conozca tantas y tan extraordinarias técnicas para conseguir que un hombre, una y otra vez, la posea. Pierdo la noción del tiempo y solamente sé que he sentido toda clase de sensaciones durante el tiempo que he sido literalmente comido por ella… «¡Qué voracidad!»
Fumamos un cigarrillo, sentados en la cama... Desde que iniciamos las apasionadas y alocadas caricias, no hemos hablado nada excepto unas inconscientes frases pronunciadas en los momentos de excitación máxima. Creo haber pronunciado un «¡te quiero!» y también algo así como: «¡me haces muy feliz!». Ella, por su parte, también ha dicho cosas que seguramente no quería decir, pero, en la cresta del placer, todo sentido común o vergüenza desaparecen.
––¿Te ha gustado, Antonio? ––me pregunta besándome––. ¿Cómo lo has pasado?
––¡Me ha gustado muchísimo y lo he pasado fenomenal! ––deseo añadir algo que, a pesar de querer decirlo, creo necesario––. Como comprenderás, esta ha sido la primera y última vez que hacemos el amor. ¡Espero lo comprendas, María!
––¿Por qué? ––ella me mira extrañada––. ¿Acaso no me deseas?
––¡Claro que te deseo. ¡Precisamente por eso, debo dejar de verte! Tú eres joven y puedes encontrar todos los hombres que quieras para esto o para algo más serio ––la miro y veo que está un poco triste––. Sabes que amo a mi mujer, a pesar de haberla traicionado, precisamente contigo que eres su mejor amiga. ¿Lo eres, realmente?
––Soy su amiga, pero eso no tiene nada que ver con lo hecho ––contesta un tanto cínicamente––. Me gustas para follar y lo demás queda para ella. ¡No lo comprendes ahora, pero quizás algún día lo tengas más claro! ¡Siempre mezcláis el amor con el sexo!
––¿Qué pasaría dentro de un tiempo? ––pregunto vistiéndome––. ¿Tendríamos que vivir en trío? ¿Me tendría que dividir en dos? Esto no puede funcionar y he de reconocer mi falta de sentido común al aceptar tu desafío. Fue, precisamente eso, el morbo del desafío, lo que me empujó a venir. Quería saber si lo que decías era cierto o solamente eras una «calienta braguetas». Mira María... Eres una buena chica, pero creo que no sabes muy bien lo que quieres... ¿No es así?
––¡Vale! Me ha encantado follar contigo y solamente deseo que te acuerdes de este momento, toda la vida... ¡Que cuando estés follando con tu mujer me veas a mí! ¡Sois todos iguales! ¿Dónde encontrarás una mujer que te haga sentir lo que yo?
Escuchándola, mientras salgo de su apartamento, comprendo que el despecho de María y sus «maldiciones», son producto de un enfado transitorio. Seguramente busca reafirmar su débil personalidad con la continúa conquista de hombres, pero ninguno queda a su lado al darse cuenta de su problema. Me sorprendo de mis «psiquiátricas» disquisiciones... Hoy he sido yo, mañana será otro que se sentirá atraído por su extraordinaria belleza, pero, pasado el momento de pasión y sexo, nadie se quedará con ella.
¡Me siento culpable por haber llegado hasta este punto; nunca debí seguirle el juego! ¡Me siento culpable por haber engañado a mi esposa con la que dice ser su mejor amiga! ¡Me siento culpable y me doy asco por no haber sabido decir no al morboso deseo de descubrir si era cierto que una mujer me deseaba!
Camino de casa, hago una parada en una cafetería para tomar un café y serenarme. «¿Seré capaz de llegar a casa y ocultar mi verdadero estado de ánimo? ¿Seré capaz de disimular mi traición?» ¡Confío que Luisa no se de cuenta de nada!
¡Me siento como el peor de los mortales! Ahora, después de aquel rato apasionado con María, me doy cuenta que todo lo que ella me ha dado, lo tengo en casa. Nada de lo que ella me ha hecho sentir, es mejor que lo que siento cuando Luisa me acaricia. «¿Qué coño he ido a buscar a su casa?» Ahora sé, lo veo muy claro, que solamente mi «ego», el que la mayoría de los hombres tenemos más abajo del ombligo, ha sido el culpable de cometer semejante estupidez. Me siento culpable, pero... «¡ya no tiene remedio!», pienso mientras conduzco camino de casa.
La vida, a pesar de sus evidentes contradicciones, no deja de darnos alguna alegría, de vez en cuando. A mi, uno más en la eterna rueda de la incongruencia, me ha dado un poco de todo: he sido desgraciado en un matrimonio que nunca debió de serlo; he tenido la suerte de conocer a la mujer que amo por encima de todo, y le he sido infiel... ¡poco, pero infiel! con su mejor amiga.
A pesar de arrepentirme de ello, sigo deseando a todas las mujeres hermosas que se cruzan en mi camino ¡Tendré que pensar que lo mío es una cuestión más bien hormonal que emocional! Por otro lado, quizás quiera yo pensar que mis hormonas son las culpables, cuando en realidad soy un inmaduro…«¿Será lo último?»
Está comprobado que cuando pasa un cierto tiempo y todo va bien, uno empieza a pensar que es demasiada felicidad para ser cierto... Se empieza a echar de menos algo que rompa tanta tranquilidad... ¡En realidad somos masoquistas!
Tanto Luisa como yo, después de aquella traición con María, llevábamos unos meses estupendos. Después de su operación, todo había vuelto a la normalidad y nos sentíamos afortunados, pero, como ya dije al principio: «¡demasiada felicidad no dura siempre!»
El cambio, el momento de inflexión que diría un cursi, se produce un viernes al salir del trabajo. Allí, en la puerta de la oficina, justo cuando Luisa va a reunirse conmigo para ir a casa, aparece mi ex. Después de tanto tiempo sin verla, me parece estar viendo a alguien extraño, como llegado de otro mundo... Ha adelgazado mucho y su aspecto es descuidado y avejentado. «¿Qué coño querrá a estas alturas?», me pregunto cuando se acerca a mí.
Mi sorpresa es mayúscula y la cara de Luisa al verme hablando con ella, también. Luisa, que solamente la conoce por fotografía, opta por permanecer alejada de nosotros, mientras ambos hablábamos acaloradamente. Su prudencia evitó, que aquel encuentro terminase en algo mucho más desagradable. Mi ex, fuera de sí se dirige a mí, gritando:
––¡Cabrón de mierda! ––intenta darme una bofetada que yo impido sujetando su mano––. ¡Quiero que me des la parte que me corresponde del piso en donde ahora vives con esa golfa!
Sin dejar que yo diga una sola palabra, continúa furiosa...
––¡Todos los hombres sois una pandilla de mamones! ¡Estoy en la calle, sin un Euro, mientras otra disfruta de lo mío!
Después, cada vez más excitada, me cuenta como ha sido puesta en la calle por el que fuera su cuñado primero y su amante después... Como se ha cansado de ella y se ha liado con una jovencita... En pocos minutos, con una excitación que va en aumento, desgrana todos los episodios de una historia que nada tiene que ver conmigo; que nada me importa...
––¡Nada tengo que darte y si algo tienes que reclamar vete a tu abogado! ––exclamo intentando marcharme de su lado.
––¡No va a ser tan fácil deshacerte de mi, desgraciado! ––su furia y los repetidos intentos de pegarme, llaman la atención de los que salen del trabajo––. ¡Devuélveme lo que es mío, maricón de mierda!
La aparto de mí y voy hasta donde esta Luisa esperándome. La cojo del brazo y vamos hasta el garaje. Mi ex, desde la acera, sigue lanzando insultos, cada vez más fuertes... Un corro de gente se va formando a su alrededor.
––¿Qué sucede, Antonio? ––Luisa está sumamente pálida––. ¿Qué quiere tu ex a estas alturas? ¿Qué te ha dicho?
Le cuento las pretensiones de mi ex y la tranquilizo al respecto...
––Nada tiene que reclamarme ––explico––. Todo quedó claro en nuestro divorcio. Ya te he contado cómo todo se hizo de mutuo acuerdo. Ahora está en la calle, abandonada por su amante y sin dinero, pero, como comprenderás, no es mi problema. Su abandono del hogar, cuando se separó de mi, a nada le dio derecho...
Durante el trayecto, tanto Luisa como yo, guardamos silencio. Aquel inesperado y desagradable encuentro con mi ex, nos ha dejado sin palabras.
––¡No te preocupes, amor mío! ––deseo tranquilizarla––. Si vuelve a intentar reclamar lo que es mío o me insulta como lo hizo hoy, pondré una denuncia ante la policía. ¡No voy a permitir que amargue nuestra existencia esa loca de mierda!
Aún no ha pasado una semana desde el desagradable incidente, cuando me llama el abogado de mi ex. Muy educadamente, me explica en qué situación se encuentra, después de haber sido «expulsada» de casa de su cuñado y amante. Por primera vez me entero que no se habían casado. El «rico», el que compraba grandes televisores de plasma, como ella me recordaba continuamente para humillarme, la ha abandonado por una chica mucho más joven que trabaja en su despacho… ¡La historia de siempre! De la noche a la mañana, mi ex se vio en la calle con lo puesto...
––¿Qué pretende usted con esta llamada? ––pregunto enfadado al abogado––. Todo este asunto no me concierne y, usted mejor que nadie, sabe cómo terminó nuestro matrimonio y las condiciones del divorcio. ¡No tengo nada más que decir!
––¿No podría usted ayudarla a superar esta situación de alguna manera? ––pregunta el abogado con voz suave––. Ella fue generosa con usted cuando se divorciaron...
––¿Generosa? ¿Acaso ha olvidado usted que me abandonó por otro? ¿Qué fue ella la que abandonó el hogar conyugal? ¡Parece mentira que usted me diga algo así! ¡Precisamente un abogado!
El abogado me explica que mi ex ha estado en su bufete para que me pida ayuda. Él, me explica que sabe de sobra que, según ley, el asunto está zanjado y ninguna obligación tengo con ella, pero apela a mi buena voluntad y a los años de convivencia...
Me pregunto... «¿Qué me importa a mi lo que le suceda a mi ex?» Ella fue la que pidió el divorcio y la que firmo aquellos documentos renunciando a todo. Ella fue la que abandonó el hogar conyugal, sin poder alegar nada punible contra mí. «¡Qué se vaya a la mierda y me deje vivir en paz!», me digo a mí mismo mientras observo de reojo a Luisa que, sentada en la sala, está seria y pálida.
De ceder a sus pretensiones y ayudarla, seguramente crearía una situación de la que no podría salir hasta Dios sabe cuándo... Lo único que quiero, realmente, es dejar a un lado toda aquella historia de la que, después de estar con Luisa, ya me estaba olvidando por completo. ¡Maldita sea!
«¿Tenía que aparecer, precisamente ahora? ¿Tenía que venir a amargar mi vida, cuando soy feliz al lado de otra?»
Mi ex, al ver que no puede conseguir nada de mí, recurre a las amenazas y a los insultos, casi a diario. El teléfono, las cartas amenazadoras en el buzón, esperarnos a la salida del trabajo para insultarnos... No me queda otra solución, ante el cariz que van tomando las cosas, que poner una denuncia ante la Policía Nacional, por amenazas. Aporto todas aquellas cartas, y la grabación de un par de llamadas telefónicas amenazando a Luisa y a mí...
La policía la localiza, un par de semanas después, en casa de una hermana soltera que vive en Móstoles. Me llaman de comisaría para contarme lo sucedido y si deseo llevar el asunto al Juzgado...
––Puede hacer una denuncia en el Juzgado y posiblemente la condenen a unos meses de cárcel por amenazas ––me explica el policía––. También puede solicitar una orden de alejamiento. ¿Qué quiere hacer usted?
La verdad es que la idea de que la condenen a pasar unos meses en la cárcel no me gusta; me produce pena solamente pensarlo... ¡No se lo deseo ni a ella! Opto por la orden de alejamiento. Hablo con mi abogado, el mismo que había tramitado mi separación y posterior divorcio, para que se encargue de presentar el asunto ante el Juzgado.
Luisa, a pesar de mis esfuerzos por tranquilizarla, sigue teniendo miedo. Cuando sale del trabajo, si no estoy yo cerca, teme encontrarse con mi ex. Si va al supermercado, le sucede lo mismo... Mira a todas partes temiendo encontrarse con aquella enfurecida mujer.
––¡No debes temer nada, amor mío! Como sabes, tiene una orden de alejamiento y no se le ocurrirá acercarse a nosotros. De hacerlo, tendría que ir a la cárcel unos meses y no creo que sea tan tonta ––intento animarla quitando importancia al asunto.
––La verdad, Antonio, que desde el día que apareció a las puertas de la oficina, tengo miedo. No sé la razón, pero creo que tu ex está tan amargada que sería capaz de cualquier locura para hacernos daño.
––¡Por favor, amor mío! ¡No dejes que esa idea te amargue la vida! ¡Eso es precisamente lo que ella quiere! Nos quiere ver preocupados para impedir que seamos felices. ¡Está amargada, celosa y despechada!
––¡Por eso me da miedo! Una persona despechada o celosa es capaz de cualquier barbaridad, amor mío. ¡No sería la primera vez que sucede!
No contesto, pero he de reconocer que Luisa tiene razón. Desde que mi ex apareció, nuestra vida no es la misma. El temor a encontrarla en cualquier lugar, nos impide salir como antes y disfrutar de nuestro tiempo libre. Luisa, no es la misma de antes... Nos comportamos de otra manera, tanto fuera como en casa. Incluso en el sexo hemos notado un cierto distanciamiento. La pasión parece haberse adormecido con las preocupaciones, desde la aparición en nuestras vidas de aquella estúpida histérica... «¡Hija de su madre!», exclamo cuando pienso en el daño que nos está haciendo aquella mujer con la que conviví catorce largos años de mi vida... «¿Tenía que volver a aparecer en mi vida, precisamente ahora que soy feliz? ¡Maldita sea!»
Deseo ahuyentar de mi mente el recuerdo de mi ex, pero no soy capaz de lograrlo. «¿Dónde estará? ¿Qué tramará contra nosotros ahora que está celosa y resentida al verme feliz con Luisa?» Es demasiado mala persona para abandonar sus ideas de venganza y temo que, cualquier día, aparezca de nuevo para intentar estropearlo todo… «¡Podría atropellarla un coche!», pienso sin remordimiento alguno...
Han pasado dos meses desde que apareció mi ex y no hemos vuelto a tener noticias suyas. Lentamente, Luisa y yo vamos recuperando la calma y nuestra relación camina hacia la normalidad. Los temores, tras este tiempo sin noticias, han ido desvaneciéndose. Luisa parece recobrar la alegría de antaño y las ganas de vivir.
Yo, a pesar de intentar disimular la preocupación, no estoy del todo tranquilo. ¡La conozco muy bien y tengo el presentimiento de que no tirará la toalla con tanta facilidad!
Para intentar saber algo concreto, decido llamar a la que fue mi cuñada, la abandonada por el «rico» que se lió con mi ex y la que, seguramente, podrá darme alguna información. Nunca tuvimos un gran contacto, pero, a pesar de todo, siempre me pareció una mujer bastante seria y equilibrada. «¡La más normal de las tres hermanas!», me digo cuando recuerdo a las otras dos... ¡Hace tanto tiempo que no hablamos que quizá me mande a freír espárragos!
––¿Sí? ––la voz al otro lado ya no me resulta conocida.
––¡Buenos días! Quisiera hablar con Alicia... ¡Soy Antonio, su ex cuñado!
––¡Soy yo! ¡Hombre, Antonio! ¡Qué milagro escucharte! ¿Cómo estás?
––¡Bien! ¿Y tú? ¿Qué es de tu vida?
––Bueno... Ya sabes lo qué pasó hace un tiempo, pero, afortunadamente, he podido reponerme y ahora todo marcha bastante bien. He encontrado a alguien y no me puedo quejar... ¡Vuelvo a ver la vida con esperanza!
––No sé si has tenido noticias de tu hermana, de mi ex. Hace unos meses apareció de nuevo, montándome un «pollo» de miedo. Tuve que denunciarla por amenazas. ¿Sabes algo de ella? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Ya me imagino que no te hablarás con ella, pero quizás, por medio de tu otra hermana, tengas noticias...
––¡No te preocupes tanto, hombre! ––me dice.
––Necesito saber qué hace para tomar algún tipo de medida si fuese necesario. ¿Comprendes? ¡No quiero que me amargue la existencia por más tiempo!
––¡No me hablo con ella ni quiero saber nada de su vida! ¡Esa puta ya hace tiempo que no es mi hermana! ––me contesta con tono alterado––. Según me ha dicho mi hermana, con la que tu ex estuvo un tiempo viviendo, las últimas noticias son que, después de la orden de alejamiento, se marchó para Sevilla a casa de una de nuestras primas lejanas. Según mi hermana, está saliendo con un viudo, un poco mayor que ella, y piensan casarse pronto. ¡Pobre hombre! ¡No sabe lo qué le viene encima!
––¿En Sevilla? ¡Gracias a Dios que se ha ido lejos! ¡No sabes cómo deseo que se case y que viva cuanto más lejos de Madrid, mucho mejor! Mi mujer, desde el día que nos insultó a la salida del trabajo, no se ha recuperado del susto. ¡Parecía estar como loca!
––No lo parecía, Antonio... ¡Está realmente loca! Me he enterado que mi ex la puso en la calle después de cuatro o cinco escándalos terribles en el piso. Llegó a intentar clavarle un cuchillo, cuando se enteró que tenía un lío con una de las secretarias de su despacho. ¡Como puedes ver, un autentico «culebrón» de la tele! ¡Dios los da y ellos se juntan!
––Sí ––más que un «culebrón», pienso yo––. No sabes cómo te agradezco la información. Cuando se enteré Luisa, mi mujer, seguro que se recupera de su pequeña «depresión». ¡Tu hermana nos traía por la calle de la amargura! No le deseo ningún mal, pero… ¡ojalá se quede en Sevilla para siempre! ¡Gracias y ya sabes donde estamos, si algún día pasas por esta zona!
No me defraudó mi cuñada y sigo pensando que, de las tres hermanas, es la más equilibrada. Luisa ha estado escuchando...
––¿Te has enterado de lo qué hablamos, más o menos, amor mío?
––Creo que de casi todo ––su rostro tiene otra expresión––. ¡Cómo me alegro que tu ex se encuentre lejos de Madrid! Ahora podré caminar tranquila por las calles, sin el temor a encontrármela en cualquier esquina...
––¡Esa puta! ––Luisa me mire extrañada, ante el insulto––. No sólo me estropeó la vida durante años, sino que aún quería que la mantuviese después de divorciarnos. ¡Pobre del que se case con ella! ¡Lo compadezco, de veras!
––¡No te enfades más por este asunto! Lo peor ya pasó y, a partir de ahora, volveremos a vivir nuestra vida como siempre ¡Te prometo que todo volverá a ser igual! ––su sonrisa vuelve a tener ese toque pícaro que tanto me gusta.
Recordando lo que mi ex cuñada Alicia calificó como «culebrón», he de decir que, realmente, lo es: mi mujer se lía con el marido de su hermana y, el marido de su hermana, se lía con la secretaria... «¡Dios mío! ¡Cuantos cuernos en tan poco tiempo! ¡Cuantas vidas destrozadas para terminar todo como el rosario de la aurora!», pienso mientras me pongo el pijama.
Luisa, después de la conversación telefónica con mi ex cuñada, está mucho más tranquila y ha vuelto a sonreír. Lo que es mejor: ha vuelto a sentir la necesidad de mis caricias. Yo, durante este largo mes, también he echado mucho de menos las suyas. ¡Las necesitaba tanto!
Esta noche, la primera después de la aparición de mi ex, nuestras manos no cesan de acariciar, una y otra vez. Nuestros labios, sedientos de besos, parecen estrenarse y, gozosamente, como antes había sido, volvemos a amarnos hasta bien entrada la madrugada.
No quiero comentar mis temores con Luisa para no preocuparla. Tengo la extraña sensación de que, más tarde o más temprano, mi estúpida y desequilibrada ex, volverá a dar señales de vida... ¡Ojalá me equivoque!
Sí... A pesar de todas las promesas que me hice a mí mismo, estoy de nuevo obsesionado con María. ¡Dios mío! ¿Cuántas veces habré pensado en ella? ¿Cuántas veces he traicionado a Luisa pensando en su amiga? Creía haber superado la tentación, pero, por lo que veo, sigue tanto o más viva que el primer día. Regularmente, ella sigue llamando a Luisa. He vuelto a hablar con ella, pero solamente lo justo para decir: «¡hola!» y pasar el teléfono a mi mujer. No hemos tenido ocasión de hablar con más detenimiento. Tengo miedo a que me enrede de nuevo en su tela de araña o… ¿quizá lo deseo? Ya no lo sé con certeza. Por un lado no quiero volver a caer en la trampa; por otro, deseo volver a estar con ella y dejar que recorra mi cuerpo con sus labios, hasta hacerme perder el sentido.
Cada vez que escucho su voz, melosa y sugerente, recuerdo aquellas horas llenas de pasión en su apartamento. ¡Las recuerdo a pesar de querer olvidarlas! Fueron momentos en los que me sentí, literalmente, devorado por una hermosa y apasionada mujer, que parecía querer demostrarme cómo podría gozar con ella de seguir viéndonos... Sé que es imposible mantener semejante relación. A la larga, terminaría hundiendo mi matrimonio y, la verdad, es lo último que deseo. Por otra parte, sería necio no reconocer que su cuerpo de diosa y sus artes amatorias, me hacen desearla con fuerza...
––Amor mío... ––Luisa sale de la oficina. Hace un buen rato que la espero ––. ¿Quieres venir de compras?
––¡Qué remedio! ––exclamo haciéndome la víctima––. Tendré que vigilarte para que la tarjeta no se «queme»...
Los grandes almacenes están a tope. Es época de rebajas y la gente parece querer comprar todo lo que, de manera muy estudiada por los gurús del marketing, está en grandes expositores muy cerca de las puertas de entrada. Un buen número de mujeres se pelea, revolviendo en una montaña de ropa interior...
Un poco más allá, otro expositor con el letrero en grandes números naranja: «Todo a 2 Euros», invita a revolver un poco más. Luisa, una más en la búsqueda de la prenda que nunca se pondrá o dormirá un año en el fondo del armario, parece ser víctima de la misma «fiebre» buscadora de las demás. Yo, abrumado por el revuelo y para pasar el tiempo, miro en otro expositor que ofrece pantalones vaqueros, mi prenda favorita, a diez Euros el par...
Hace tiempo que me había prometido no comprar este tipo de prendas manufacturadas en países del llamado «Tercer mundo»: Bangla Desh, India o algún país del Lejano Oriente, donde los salarios son paupérrimos y la explotación de la mano de obra es visible en estos precios increíbles... Me había hecho la promesa de no comprar este tipo de prendas, pero, al final, me olvido de los Derechos Humanos, del comercio justo y de mis éticas reflexiones, para terminar metiendo en la cesta de la compra un par de vaqueros fabricados en la lejana India. ¡Diez Euros el par! «¿Cuánto costarán en origen?», me pregunto mientras compruebo la calidad del tejido y la fortaleza de las costuras...
Cuando salimos, como sucede casi siempre, además de los artículos que Luisa tenía en una lista, hemos comprado seis o siete cosas más que no estaban en ella. ¡el marketing! Nos hemos convertido en compradores compulsivos y ya es muy difícil evitarlo...
¡Mientras caminamos hasta el parking, mis pensamientos vuelan de nuevo hasta el desnudo cuerpo de María! «¿Otra vez?», me preguntó intentando responder a una pregunta que ya me he planteado muchas veces. «¿Cómo es posible, teniendo una mujer que me proporciona todo el placer que puedo ansiar, que siga pensando en otra? ¿Seré infiel por naturaleza?» No encuentro la respuesta, pero a pesar de querer pensar en otra cosa, no logro apartar de mi mente la imagen de María desnuda, despertando en mi cuerpo inolvidables sensaciones... «¡Realmente, sabe hacer sentir a un hombre, la condenada!»
¡Sábado otra vez!... Desde que cumplí los cuarenta, el tiempo parece transcurrir con más rapidez. Ya sé que se trata de una percepción subjetiva, pero así lo siento. Cuando tenía veinte o veinticinco años, sucedía todo lo contrario... ¡Me parecía que el tiempo transcurría muy lento! ¡Cosas de la edad, que diría mi difunta madre!
El fin de semana apenas pienso en María. Quizás al estar más tiempo con Luisa, y gozar de su apasionada entrega por la noche, sea una «cura» para el alocado deseo de volver a estar en los brazos de su amiga. A pesar de todo… ¡no soy capaz de borrar su imagen por completo!
Luisa, ignorando mi lucha interna, sigue siendo la de siempre. A su lado me siento muy bien. Es la mujer que siempre soñé tener a mi lado: comprensiva, cariñosa y amiga.
¡Es curioso! Llevamos ya un año viviendo juntos, pero nunca hemos hablado de matrimonio... Desde que se vino a vivir conmigo, nos sentimos tan unidos que nunca hemos echado de menos el vínculo matrimonial, pero, a decir verdad, desearía casarme con ella. No sólo para demostrarle cuánto la amo, sino también desde el punto de vista práctico...
Estamos comiendo...
––¡Amor mío! ¿Quieres casarte conmigo? ––el momento quizás no sea el más romántico para semejante petición––. ¡Contesta rápido o se lo pregunto a otra! ––termino riendo.
–– ¿Cómo? ––Luisa deja de comer y me mira con los ojos muy abiertos––. ¿Me estás pidiendo en matrimonio a los postres? ¡Eres increíble, amor mío! Nunca hablamos del asunto pero, sinceramente, me siento casada contigo desde que estamos juntos ¡Como si tuviésemos los papeles!
–– ¡Lo sé! ––contesto mientras acaricio su mano––. A mi me sucede lo mismo, pero creo que ya va siendo hora de poner sobre el papel nuestra unión. ¿Qué me dices? ¡Además, tendríamos vacaciones para celebrarlo! –– termino con una sonora carcajada.
–– ¡Ya lo sé! ––también se ríe––. ¿Cómo has pensado en este tema, precisamente ahora, amor mío?
–– ¡No lo sé! ––respondo encogiéndome de hombros––. De pronto he sentido la necesidad de preguntártelo.
–– Ya tendrías que conocer mi respuesta. Es un «¡sí quiero!» muy fuerte ––sus ojos se empañan un poco––. Dime cuándo y pasamos por el juzgado.
Avisamos en la empresa sobre nuestras intenciones y presentamos los documentos en el juzgado. Unas semanas después, un viernes por la mañana, nos casamos. Allí, a nuestro lado, como testigos, están un hermano de Luisa que vive en Cuenca, María su amiga y un par de compañeros de trabajo...
Luisa no ha querido vestir traje nupcial al uso y está bellísima con uno de chaqueta color beige. Yo, para no salirme de mi eterno estilo deportivo, llevo vaqueros, camisa azul claro y una chaqueta deportiva...
A pesar de ser la segunda vez que cumplo con este ritual, la emoción que hoy siento al escuchar las palabras del concejal que nos casa, es muy distinta de la primera vez. Entonces, a pesar de casarme convencido de estar enamorado de la víbora de mi ex, sentí como una especie de incertidumbre a la hora de contestar a la pregunta más importante de la ceremonia. ¡Quizá era una premonición de lo que pasaría después! Hoy, he estado expectante y mi contestación casi ha enlazado con la pregunta del oficiante... Ha sido un «¡Sí, quiero!» plenamente consciente y sin un solo atisbo de duda.
Después de aguantar el chaparrón de arroz. ¡Debieron comprar tres o cuatro kilos! La comida, la tarta, los regalos, las bromas... Tanto ella como yo estamos deseando que todo aquello termine para salir corriendo con dirección a nuestra casa. Al día siguiente, por la mañana, saldremos hacia Canarias en viaje de Luna de Miel...
––¡Felicidades, pareja! ¡Cuidado con los excesos! ––nos dice María con maliciosa sonrisa––. ¡Ya sois muy mayores!
Mientras Luisa se despide de su hermano y los demás invitados, María con disimulo se acerca a mí. Rozando, insinuante, su cálido cuerpo con el mío, me dice:
––¡Espero que cuando regreses de la Luna de Miel, encuentres un hueco para estar conmigo de nuevo! ¡Te he echado mucho de menos! ¡Yo te haré sentir la pasión de una mujer de verdad!
Luisa se acerca a nosotros y su llegada impide mi respuesta...
––¡Cuidado, María! ––exclama Luisa sonriente al acercarse––. ¡Ahora es un hombre casado y no permito que ninguna se acerque a él sin mi permiso!
María, con una sonrisa, mirándome de reojo le contesta:
––¡Ya sabes que lo tuyo es sagrado para mí! ––sigue la broma––. Además, si bien Antonio no está nada mal, no es mi tipo. ¡Puedes estar tranquila, Luisa!
«¡Qué cinismo tiene la tía!», pienso mientras nos metemos en el coche para regresar a casa...
Luisa, la noche anterior a nuestra partida, ha estado casi tres horas preparando las maletas. Continuamente me preguntaba:
––¿Qué llevo? ¿Dos bañadores o uno? ¿Esta ropa la llevo o no hace falta? ––así durante un par de horas––. ¡Típicos nervios de viaje!
Al final, me doy por vencido y dejo que ella escoja y llene las maletas con ropa que estoy seguro no nos pondremos. El resultado: dos maletas grandes y un bolso de mano, con más ropa de la que necesitaríamos para dos meses fuera de casa. ¡Menos mal que las lleva el avión y no tendré que cargar con ellas por mucho tiempo!
Aterrizamos en Santa Cruz de Tenerife cuando son casi las doce del mediodía. Hasta el hotel, apenas una hora en taxi. Luisa está radiante y no deja de admirar el paisaje de la isla. «¡Es tan distinto del nuestro!», comenta...
Después de pasar por recepción, subimos a la habitación en el piso noveno. Desde allí, la vista es fantástica. El hotel, situado al final de Playa de Las Américas, está en primera línea. Ir y volver de la playa apenas nos tomará unos minutos.
Nos damos una ducha rápida y nos cambiamos de ropa. Luisa está ansiosa... Desea bajar enseguida a la playa para tomar su primer baño de mar.
Yo también estoy deseando relajarme a su lado, tumbado en la playa de volcánica arena y suaves olas. Dejar que mi mente se quede en blanco y no pensar en nada... Lo intento, pero vuelvo a ver a María desnuda sobre el lecho, acariciándome con sus manos y haciendo maravillas con aquella lengua rápida y suave...
Luisa se ha puesto un vestido ligero de algodón. Cuando llegamos a la playa se lo quita y... ¡que hermosa está en traje de baño! La observo con aquel diminuto bikini rojo y no puedo apartar la mirada de su cuerpo. ¡Tiene una figura escultural! ¡Está hermosísima con aquel traje de baño que realza su bien formada figura!
Sus bien torneadas piernas y el busto en su justa medida, hacen que el conjunto sea sumamente atractivo. «¡Dios cómo la deseo!»
––¡Mira que blancuzca estoy! ––protesta señalando su pecho––. ¿Qué pasa? ¡Pareces no haberme visto nunca!
––¡Estás para comerte, amor mío! ––contesto levantándome para abrazarla––. ¿Quieres dormir conmigo esta noche?
––¡Tonto! ––sus mejillas han enrojecido un poco––. ¿Con quién voy a hacerlo?
Llevamos casi una hora tumbados en la playa, nuestros cuerpos muy cerca, sin decir palabra. El suave sonido de la marea y la ligera brisa, hacen que nos embargue una profunda laxitud. Ambos, sintiendo aquella brisa cálida en nuestros cuerpos, dormitamos...
Después de un buen rato me doy un chapuzón y cuando regreso pongo mis manos mojadas sobre su ardiente vientre...
–– ¡Qué haces! ––exclama––. ¡Está friísima!
––¿Cómo está mi chica? ––pregunto a una Luisa que parece querer dormitar de nuevo––. ¿No quieres darte un chapuzón? ¡Está buenísima!
––Estoy tan relajada que no tengo ganas de levantarme ––me contesta en voz baja––. ¡Me quedaría aquí hasta el amanecer!
––El agua tiene una temperatura muy agradable… ¡Anímate!
Como dos adolescentes, ocultos por el agua, nuestros cuerpos se buscan hasta sentir como responden a la cercanía...
––¡Antonio! ¡Así, como estás, amor mío, no te atrevas a salir del agua! ¡No quiero que las mujeres que están en la playa se peleen por ti! ––termina con una franca carcajada.
––¿Qué pasa? ––pregunto haciéndome el inocente––. ¡Ahora mismo salgo del agua!
––¡No hagas eso! ––me agarra fuerte––. ¡Amor mío, tu hombría está demasiado alta para salir!
––¡La culpa ha sido tuya! ––la estrecho fuertemente––. No dejará de estar alta, estando tú tan cerca... ¡Vete o no respondo de mi!
Regresamos al hotel para ducharnos y cambiarnos. Cenamos besugo al horno, acompañado de una ensalada de aguacate, en un pequeño restaurante cercano a la playa. Una orquestina con más voluntad que afinamiento, intenta amenizar la noche...
Terminada la cena, damos un pequeño paseo por las cercanías del hotel y cuando es medianoche subimos a la habitación...
––¡Ahora me pagarás lo de la playa! ––la empujo para que caiga boca arriba en el lecho––. ¡Ha llegado tu hora!
Nos desnudamos uno al otro, con prisas, como no queriendo perder tiempo. Tanto ella como yo estamos ansiosos por amarnos. La ventana abierta, permite que la luna llena nos contemple curiosa. El rumor del oleaje de la cercana playa nos acompañe en nuestras caricias...
Después, pasado un buen rato, el cansancio nos hace quedar dormidos, hasta bien entrada la madrugada. El frescor de la mañana, nos obliga a cubrir nuestros cuerpos con la colcha y, de nuevo, nuestros labios comienzan a buscar lugares donde posarse...
Despertamos casi a la hora de comer...
––¿Cómo estás, amor mío? ––digo levantándome y observando su hermosa desnudez––. ¿Cómo ha pasado la noche mi señora?
––Estoy muy cansada como si hubiese estado trabajando en el campo toda la noche ––me responde desperezándose––. ¡Eres insaciable, amor mío...!
Los quince días de vacaciones están pasando demasiado deprisa... Hemos visitado algunos pueblos de la isla y pasado el fin de semana en Santa Cruz de Tenerife.
Luisa, con el ligero tono bronceado de su piel, está mucho más hermosa, si cabe... «¡Cada día que paso a su lado, estoy más enamorado!»
«¿Qué estará haciendo María?», pienso mientras me visto... ¡Quizá esté haciendo el amor con uno de sus muchos amigos! Cuando lo pienso; cuando la imagino en los brazos de otro, acariciándola y poseyéndola en el mismo lecho en que hicimos el amor... ¡Siento celos!
La vuelta a Madrid, un sábado por la tarde, nos hace caer en una especie de melancolía. ¡Otra vez la rutina del trabajo! Tanto Luisa como yo, estamos afectados por haber finalizado nuestra Luna de Miel. ¡Qué corta se ha hecho! Permanecemos en silencio la mayor parte del viaje. Durante los quince días que hemos estado de vacaciones, ni una sola vez hemos hablado de nuestro trabajo… ¡Desconectamos totalmente!
Llegamos a Barajas de noche...
Doy vueltas y vueltas a lo mismo: ¡mi pensamiento es recurrente y no dejo de pensar en ella! Aún hace dos días que hemos regresado de nuestra Luna de Miel en Canarias y la imagen de María me acompaña siempre. ¡Creo que desde que estuve con ella, no he dejado nunca de tenerla presente! ¡Es algo mucho más fuerte que yo! A pesar de poner todo mi empeño en vencer el deseo de tenerla, no lo logro... «¡María!»
Después de nuestro regreso, me encuentro inmerso en una extraña «crisis»... Luisa y yo llevamos ya casi dos años juntos. A pesar de amarla, al pensar en María mis apetencias sexuales con mi esposa disminuyen y no hago más que abandonarme a largas y eróticas fantasías con su ardiente amiga. Después, cuando recapacito sobre este asunto, me siento muy mal...
Por si esto fuera poco, las últimas semanas cuando hago el amor con mi mujer, cierro los ojos y veo el rostro de María; su sensual, cálido y hermoso cuerpo junto al mío... ¡El deseo de volver a estar con ella, de sentir sus expertas caricias, se despierta y mi cuerpo la desea con fuerza!
Luisa me nota raro y no deja de preguntar qué me sucede. En sus hermosos ojos leo un ligero temor...
––¿Qué te sucede? Desde que regresamos de Canarias, no eres el mismo... ––dice mirándome atentamente––. No sé... Algo te pasa que no quieres contarme. ¿Acaso no tienes plena confianza en mi?
––¡La tengo! ––respondo de inmediato––. No sé lo que me pasa... Quizás sea la crisis de los cuarenta y cinco ––digo sonriendo, intentando que finalice el interrogatorio.
––Algo te pasa ––insiste, sentándose a mi lado––. ¿Acaso ya no te gusto? ¡Últimamente, cuando hacemos el amor pareces como ausente!
––¡Claro que me gustas! ¡No me sucede nada, amor mío! Se pasará... Quizá esté preocupado por temas del trabajo. Ya sabes, últimamente tengo mucho...
Luisa no queda convencida, pero temiendo enfadarme deja de preguntar y va a la cocina.
Cuando regresamos del trabajo llama María por teléfono. Hablan un buen rato y, al terminar, Luisa me pregunta:
––¿Qué te parece si María viene a pasar unos días con nosotros? ––la pregunta me coge por sorpresa––. Tiene que dejar el apartamento de inmediato. El dueño lo ha puesto a la venta y me gustaría poder ayudarla mientras no encuentra otra vivienda. Ya la conoces, tiene sus cosas, pero es una amiga estupenda.
«¡Sí! ¡La mejor amiga del mundo!» ¡Lo qué me faltaba era precisamente tenerla más cerca, para desearla a cada momento! ¿Cómo voy a poder disimular lo que siento? ¡No sé si podré evitar el mostrar mi «interés» por ella! Si acepto la petición de Luisa, María estará en nuestra casa y mi deseo despertará cada vez que la vea. Si me opongo, seguramente a Luisa le parecerá muy mal...
Estoy seguro que María ha organizado todo este asunto para estar más cerca de mí. ¡Si Luisa supiese lo que sucede! Creo que para su amiga, acostarse conmigo no es solamente una cuestión de sexo, sino una especie de desafío. Al no conseguir lo que quería, ha optado por venir a buscarme directamente a casa. ¡Por lo que veo, está dispuesta a todo! Luisa, en su inocencia, le está facilitando las cosas...
––Lo que tú decidas, amor mío ––intento disimular mi profunda preocupación––. Espero que nos llevemos todos bien y no surjan problemas. Ya sabes... ¡la convivencia!
––¡No! ¡Nada sucederá! María es una buena chica y no nos dará problemas. ¡A no ser que te líes con ella! ––termina riendo y mirándome con una pícara sonrisa.
«¡Si tú supieras!», pienso mientras río su comentario. Dentro de mí, la preocupación crece ante esta nueva e insólita situación. Será una prueba muy dura de superar el tenerla tan cerca...
Un par de maletas y dos bolsos, es todo el equipaje de María...
––¡Bueno! ––exclama sentándose en el salón después de haber colocado sus cosas en la habitación––. Espero no estorbar mucho. ¡No sabéis cómo os agradezco este detalle! Desde luego nunca podré pagaros lo que hacéis por mí...
––¡Mujer! ––Luisa la abraza con visible ternura––. ¿Para qué están los amigos? Precisamente para estas cosas...
Mirándome, con aquella chispa de malicia en sus ojos que solamente parezco detectar yo, María me dice:
––Espero, Antonio, que con dos mujeres en casa no te sientas incómodo ––me dice sonriendo––. ¡Ahora ya tienes un harén para ti sólo!
––¡Pero yo soy la favorita! ––exclama Luisa, con rapidez––. ¡No lo olvidéis!
La primera semana no ocurre nada digno de mención. Los tres salimos a la misma hora para el trabajo. María, normalmente, tarda un poco más en llegar a casa. Se prepara una cena ligera, con un par de sándwiches de jamón cocido o alguna ensalada. Después, vemos la tele o charlamos. También la hora de ir a la cama suele ser la misma.
Los tres comemos fuera de casa... De momento, nada ha sucedido que pueda calificarse de extraño. María se comporta con naturalidad. Luisa parece estar mucho más alegre desde que ella llegó. ¡Hablan durante horas, encerradas en la habitación de María!
El fin de semana es un poco diferente... Luisa y yo solemos salir después de comer a dar una vuelta o al cine. María regresa a casa sobre las doce de la noche. Me llama la atención que regrese tan temprano, siendo una mujer joven, a la que le supongo montones de ligues, especialmente el fin de semana... «¿Será que no quiere molestarnos llegando más tarde? ¿Será que quiere demostrarme su «fidelidad?»
¡No sé! Me extraña que después de casi dos semanas en casa, no haya intentado nada. Ni siquiera un roce «fortuito», una insinuación... ¿Habrá decidido dejarme en paz? o ¿Tendrá miedo a que Luisa descubra su juego?
Las dos parecen entenderse de maravilla. A veces me acuesto y Luisa aún queda en la habitación de María. Muchas noches me quedo dormido sin saber cuándo se mete en cama… «¿Tantas cosas tienen que contarse?», me pregunto.
Desde que María vive con nosotros, echo de menos hacer el amor más a menudo con Luisa. Pasa muchas horas con su amiga y cuando llega a cama ya suelo estar dormido...
––Amor mío ––no puedo aguantar más y lo comento––. Últimamente, desde que María llegó a casa, me tienes un poco abandonado. ¡Llegas tan tarde a cama que, la mayor parte de las noches me quedo dormido esperándote!
––¡Sí! ––su rostro muestra pesar––. ¡Tenemos tantas cosas que contarnos! ¡Ya sabes cosas de mujeres! Procuraré no tardar tanto y te prometo recompensarte por tu paciencia. ¿Me perdonas, amor mío?
Esta noche, Luisa viene pronto para cama y sus caricias me hacen olvidar la escasez de estas dos semanas. Me contengo en mis gemidos precursores del orgasmo. Ella, también parece evitar sus habituales gritos de placer... Ambos parecemos recordar que, en la habitación de al lado, pared con pared, duerme María...
Han pasado casi tres semanas desde que María llegó a nuestra casa y nada he oído sobre su búsqueda de un nuevo apartamento... Sigo evitando quedarme a solas con ella. Solamente algunas miradas esquivas y algún que otro gesto a espaldas de Luisa, me recuerdan que nuestros deseos siguen vivos.
––¿Aún no ha encontrado apartamento María? ––hago la pregunta cuando estamos en cama–– Ya casi lleva un mes en casa y nada he escuchado de este asunto.
––¿Acaso te molesta tanto su presencia! ––Luisa parece enfadarse por mi pregunta––. ¡No resulta nada fácil encontrar un apartamento! Quiere algo pequeño para vivir ella sola y, a pesar de haber ido a varias inmobiliarias, no ha encontrado aún nada adecuado.
––¡Vale! ––respondo––. No lo digo por nada en especial. En realidad no me importa que se quede más tiempo, pero como no habláis de este asunto, por eso lo pregunto...
––¡A ti no te cae bien María! ––Luisa me mira inquisitiva––. ¿Me equivoco, Antonio?
––¡No digas tonterías, Luisa! ––protesto––. Me cae bien, pero ya sabes: «cada uno en su casa y Dios en la de todos». Nuestra intimidad siempre sufre al convivir con otra persona.
––¡Ten un poco de paciencia! Estoy segura que si hubiese sido al revés, María nos hubiese acogido en su casa de igual manera.
Dejo el tema, pues veo que Luisa está dispuesta a que María viva todo el tiempo que quiera en nuestra casa. No parece importarle mucho que nuestra intimidad se vea condicionada por la presencia de su amiga, sino todo lo contrario. Por otro lado, mi protesta es hipócrita y también deseo que se quede. «¡Sigo deseándola!»
Hoy, sábado por la mañana, lo que deseaba y a la vez temía, ha sucedido... Luisa ha ido a hacer unas compras y María aún estaba en cama. Estoy en la ducha y siento como una mano me acaricia la espalda. Después, sigue bajando hasta otros lugares más íntimos... No necesito volverme para saber quién me está acariciando, ni abrir los ojos para reconocer los labios que recorren, ansiosos, mi cuerpo.
––¿Qué haces? ––tengo miedo a que Luisa regrese y nos pille de esta guisa––. ¡Luisa puede volver en cualquier momento! ¡No seas loca!
––¡No tengas miedo, relájate y deja que te siga acariciando! ¡Me encanta comprobar como tu cuerpo reacciona bajo mis caricias! ¡Con qué rapidez lo hace! ––no parece preocuparse por mi advertencia––. ¿Qué crees que pasaría si Luisa nos encuentra así?
––¡No quiero ni imaginarlo! ––exclamo mientras salgo de la ducha––. ¡Me estás comprometiendo, María!
En el cuarto de baño y sin tiempo para secarme, María interpreta sobre mi trémulo cuerpo todas las notas de una apasionada sinfonía. Apenas opongo resistencia y mi cuerpo pronto se abandona a sus expertas caricias... Sus manos y aquella boca que parece hecha de fuego, no cesan hasta demostrarme lo inútil de mi débil resistencia. Ambos, calmado el deseo, nos miramos sin decir palabra...
Cuando estoy vistiéndome en mi habitación, llega Luisa de la compra... Me miro en el espejo de la cómoda intentando descubrir algún rastro de lo sucedido. Escucho la voz de María...
––¿Qué? ¿Cómo ha ido la compra? ––su tono es tan normal que me admiro de su capacidad de disimulo––. ¡Podías haberme despertado para acompañarte, mujer!
––¡No importa! ––la voz de Luisa también es de lo más normal––. ¿Se ha levantado Antonio?
––No lo sé ––de nuevo la naturalidad del tono me sorprende––, pero me parece que aún está en vuestra habitación.
Luisa entra en la habitación sonriente...
––¡Dormilón! ––me besa––. Las mujeres de la casa madrugan más que tú. ¡Ven a desayunar!
En la cocina, tomando el café y los churros recién traídos por Luisa, María me dice sonriendo:
––¡Buenos días! ¿Qué tal ha dormido el rey de la casa? ––sus ojos nada delatan de lo sucedido minutos antes––. ¡Como ves, te tratamos a cuerpo de rey!
Capto su ironía pero intento contestar con naturalidad...
––¡Desde luego no puedo quejarme! ––miro a Luisa y sorprendo un extraño brillo en sus ojos––. ¿Sospechará algo?
Quiero creer que se trata de una falsa sensación la que en estos momentos tengo, pero, juraría, que entre ambas existe una sutil e inexplicable complicidad que va más allá de su amistad... Me extraña sobremanera la falta de celos por parte de Luisa y su total confianza en María. ¡Tiene que haberse dado cuenta de algo, alguna vez! Soy incapaz de disimular y ella me conoce lo suficiente para descubrir cuando algo que se sale de lo cotidiano me afecta...
Puede ser que mi sentimiento de culpa me haga estar excesivamente sensible y, a la vez, expectante ante cualquier palabra que, quizás equivocadamente, interpreto como de doble sentido cuando en realidad no lo es...
Recuerdo que Luisa, cuando apareció mi ex, se mostró sumamente celosa y muy irritable. Con María, una hermosa y sensual hembra, nunca ha sucedido nada parecido. Desde que me la presentó, nunca he notado un gesto de disgusto o recelo, sino todo lo contrario.
A veces, he llegado a creer que veía con buenos ojos aquellas pequeñas escaramuzas verbales y un poco picaras entre su amiga y yo. ¿Es posible que tenga semejante confianza en ella? o ¿Tanto confía en mí? No sé pero algo sucede que se escapa a mi análisis...
––¿Cómo estás hoy? ––me pregunta al acostarnos––. ¿Te cae mejor María o aún sigues deseando su pronta marcha?
¡Dios mío! Este tipo de cosas son las que me hacen pensar en esa extraña complicidad que antes decía... ¿A qué viene esta pregunta, precisamente después de lo sucedido esta mañana en el cuarto de baño? ¿Es casualidad? ¿Sospecha algo?
––¡Bueno! ––mi respuesta intenta tener un tono neutro––. En realidad nunca me ha caído mal y tú lo sabes. Seguramente, al principio, no me hacía a la idea de tener a otra persona en casa.
––Y... ¿ahora? ––Luisa me mira a los ojos fijamente––. ¿Te gusta más ahora? No me negarás que ella te trata con mucho cariño.
Prefiero no seguir hablando del asunto, máxime cuando María está al otro lado de la pared, quizás escuchándonos...
¡Lunes de nuevo! He estado bastante ocupado, pero, a pesar de ello, no he dejado de pensar en ciertas frases, miradas y preguntas... Este fin de semana, además de lo sucedido con María, me ha llamado la atención la actitud de Luisa y su insistencia por saber cómo me cae su casquivana amiga. ¡No sé qué pensar! Quizás he ido demasiado lejos en mis especulaciones sobre la supuesta complicidad de ambas. ¿Estaré celoso de la estrecha amistad de Luisa con María?
Pensándolo bien... ¿Por qué habría de estarlo? Tendré que dejar que el tiempo aclare muchas de las cosas que hoy aún no logro descifrar.
Por la noche, María sale después de cenar. Antes de marcharse, dice algo que, claramente, es un intento de ponerme celoso...
––Me marcho. Tengo a uno de mis admiradores esperándome para ir a cenar ––nos dice con maliciosa sonrisa––. No es muy brillante en la conversación, pero… ¡tiene un cuerpo!
––¡Mucho cuidado, María! ––Luisa hace un gesto de advertencia con la mano––. Ya eres mayor para perder el tiempo.
––¿Qué quieres? ––María pone cara de circunstancias––. ¡Es lo que hay! ¡Hombres completos ya quedan pocos!
No puedo dormir hasta que María regresa. He sentido unos celos terribles al pensar que otro hombre podría estar siendo acariciado por ella. Sí... ya sé que nada tengo que hacer y que ella es libre. A pesar de todo, no he podido dejar de imaginármela haciendo el amor con otro. Luisa, a mi lado, respira profundamente...
Desayunando, es Luisa la que se dirige a María que acaba de salir de su habitación...
––¿Qué tal ayer por la noche? Te veo algo cansada.
––¡Cansada, aburrida y asqueada! ––María nos mira––. Otro gilipollas más para mi colección...
––¿Qué pasó? ––Luisa parece interesada en conocer los detalles––. ¿No habías salido ya antes con él?
––¡No! ––María revuelve el café––. Me lo presentó una amiga del trabajo hace unos días. Insistió tanto en salir conmigo que no tuve más remedio que acceder. ¡Primera y última vez! ¡Si llega a ser más tonto y presumido, no nace!
––¡Está visto que no tienes suerte con los hombres! ––Luisa se acerca a ella y acaricia tiernamente su cabello –– ¡Otra vez será!
––¿Sabes una cosa? ––María hace una simpática mueca––. ¡Me haré lesbiana! ¿Qué os parece la idea? ––me mira como esperando que yo también meta baza en la conversación.
––No deja de ser una opción como cualquier otra ––digo––. Pero quizás sea mejor bisexual… ¿Qué te parece?
––¡También tienes razón! ––ella parece disfrutar con el intercambio de palabrería––. Así puedo aprovecharme de todas las oportunidades para pasarlo bien...
Durante el dialogo, Luisa no deja de observarnos. Es la primera vez que descubro aquella mirada en ella… «¿Qué estará pensando?»
En el trabajo no se respira, precisamente, una atmósfera de alegría. La empresa no goza de muy buena salud financiera y, por las informaciones que tengo, parece ser que en la mente de la dirección está el llevar a cabo una reestructuración de la plantilla. ¿A quién le tocará? En estos tiempos, ¡ahora pienso en mí! quedarse en el paro con cuarenta y cinco o cincuenta años, es dar por finalizada la vida laboral.
Ninguna empresa, por capaz que seas, desea emplear a personas mayores de treinta o treinta y cinco años. Ahora, prefieren a los jóvenes con muchas ilusiones y dispuestos a trabajar más horas por el salario mínimo.
Cuando regresamos del trabajo, tanto Luisa como yo comentamos la situación de nuestra empresa. Ella también ha escuchado rumores, en el departamento de marketing, sobre una inminente reestructuración de la plantilla.
Ambos estamos preocupados. Si bien nuestra situación económica no es de las peores, el simple hecho de pensar en quedarnos sin trabajo nos pone nerviosos.
María, después de comentarle Luisa sus temores, respecto a nuestro trabajo, nos sorprende con un generoso y espontáneo ofrecimiento:
––¡Bien! ––está muy seria––. No sé cómo decíroslo, pero en caso de necesitarlo, tengo un dinero ahorrado que está a vuestra entera disposición.
––¡Muchas gracias, María! ––Luisa la besa tiernamente––. ¡No sabes cuánto te lo agradecemos!
––¡Gracias, María! ––realmente su oferta de ayuda también me ha conmovido––. ¡Esperemos que no sea necesario!
Los rumores siguen, y ya se sabe lo que sucede en las empresas cuando este tipo de cosas se propaga... Los que se acercan a una cierta edad, temen por el futuro de sus pensiones; los más jóvenes, empiezan a buscar en otro lugar una mayor seguridad. A veces, la «reestructuración» se hace sin que la dirección tenga que tomar ningún tipo de medidas... ¡Siempre hay alguno que huye antes de hundirse el barco!
Luisa y yo, de mutuo acuerdo, optamos por esperar hasta el final y ver lo que sucede. Por nuestra edad, no estamos en condiciones de lanzarnos a la aventura de buscar otro trabajo, sin saber realmente que sucederá.
Han transcurrido casi tres meses desde que vino María y nunca más se ha hablado de su búsqueda de apartamento. Sinceramente, creo que me he acostumbrado a tenerla cerca y sentiría que se fuese. Luisa, por otra parte, está tan unida a ella que no creo desee su marcha.
Ambas, horas y horas de charlas a media voz que nunca logro escuchar, parecen dos confidentes que siempre tienen algo que contarse. «¿De qué hablan tanto entre ellas?», me pregunto...
Finalmente, Luisa y yo hemos quedado fuera de la primera «reestructuración». Es posible que, dentro de un tiempo y de seguir la empresa por el camino que va, se vuelva a hablar del asunto. Mientras esto no sucede, procuraremos olvidar la crisis y seguir esperando que la suerte nos acompañe.
María sigue viviendo con nosotros. Cada día que pasa, la deseo más. Luisa, afortunadamente, no parece desconfiar de nosotros. «¡Me asombra la confianza ciega que tiene en su amiga y en mí!»
Sí... Las cosas no pueden ir mejor para mis propósitos. María sigue con nosotros y cada vez que Luisa sale de compras, el sábado por la mañana, encontramos el tiempo para amarnos apasionadamente. ¡Cualquier lugar es bueno para dar rienda suelta a nuestra pasión!
Al principio, yo sentía una especie de agobio pensando en que Luisa podría volver en cualquier momento, pero, la tranquilidad de María, como si tuviese la plena seguridad de que no seríamos sorprendidos, me ayudó a relajarme y dejar que sus manos y boca me hiciesen sentir lo que siempre esperaba con ansia. Lo que me extrañaba, a pesar de conocer su amistad con ella, era que Luisa fuese tan ingenua, que confiase tanto en nosotros...
La presencia de María en casa, la ausencia de Luisa por el tiempo suficiente, y nuestros encuentros amorosos de los sábados, además de la pasión, tienen un componente morboso añadido que hace que todo sea mucho más excitante. ¡María es una autentica fiera en el amor!
Cuando Luisa regresa de la compra, ya todo ha vuelto a la normalidad. Yo mismo me sorprendo de la capacidad de disimulo que, tanto María como yo, hemos desarrollado. Siempre me miro en el espejo, esperando encontrar en mi rostro alguna huella que delate mi apasionado momento con María, pero nada veo de extraño en mi rostro...
––¿Qué? ––desde mi habitación escucho a María––. ¿Cómo ha ido la compra?
––¡Como siempre! ––la voz de Luisa suena natural––. Ya sabes, todo sube menos los sueldos. ¿Sabes si se ha levantado Antonio?
––Me parece que estuvo en la ducha. Ahora debe estar en vuestra habitación ––nada en la voz de María la traiciona––. ¿Quieres que lo llame?
––¡Deja!, lo haré yo ––dice Luisa.
––¡Buenos días, dormilón! ––entra en mi habitación y me besa––. ¡Vamos a desayunar!
–– ¡Buenos días! ––María me mira como si realmente fuese la primera vez que me ve esta mañana––. ¿Ha dormido bien el rey de la casa?
––¡Bueno! ––disimulo también––. Es sábado y debo aprovecharme.
Desayunamos y, después, salgo a comprar el periódico...
––¡Antonio! ––es Luisa quien me habla desde la cocina, cuando ya estoy cerrando la puerta––. María tiene que salir a comprar unas revistas y podrías acompañarla. Después ya podéis volver juntos para comer. ¿Qué te parece?
––¡Vale! ––contesto sin querer mostrar mucho entusiasmo––. ¿Vienes, María?
Ya en el ascensor, María vuelve a besarme; sus manos no estás quietas ni un solo momento. Disfruta poniéndome nervioso en cualquier situación... ¡Es como una niña revoltosa!
––¡Quieta! ––digo en tono bajo––. ¡Puede sorprendernos cualquier vecino!
––¿Cuándo vas a perder el miedo? ––me contesta besándome profundamente––. ¡Hay que arriesgarse para que las cosas sean más emocionantes!
Compramos las revistas y el periódico. Damos un pequeño paseo antes de volver a casa.
––¡Antonio! Hace tiempo que me hago una pregunta que espero me contestes sinceramente ––¿Con cuál de las dos gozas más?
Me pone en un aprieto, la condenada... Con las dos lo paso muy bien, pero son distintas o, mejor dicho, complementarias. Quizás por serlo yo me sienta tan endemoniadamente bien entre las dos o con las dos... ¡Ya no sé lo que me digo!
––Sinceramente, cada una de vosotras tiene su temperamento y su manera de hacer el amor ––María me escucha con atención––. Contigo la pasión es diferente cada vez que lo hacemos. Eres como una tormenta de verano: grandiosa en sus aspectos visuales y sonoros, pero que, al mismo tiempo, produce un poco de temor.
––¡Vaya! ––parece sorprendida por la comparación––. ¡Nunca me habían comparado con una tormenta de verano, pero no me parece del todo desacertado!
––Con Luisa, hacer el amor es mucho más relajado, sin muchas sorpresas… ¡Eso sí, también puede ser muy apasionada! Con las dos disfruto mucho y, realmente, de no ser por el riesgo de ser descubierto, me consideraría un hombre completamente feliz entre dos mujeres como vosotras. ¡Si la bigamia estuviese permitida, te juro que me compartiríais legalmente!
––¿Realmente tienes miedo a ser descubierto por Luisa? ¿Qué crees que haría si nos pillase un día haciendo el amor?
––¡No lo sé! ––respondo sinceramente––. Seguramente se sentiría defraudada por su mejor amiga y por su infiel marido. Ya sabes, esto del sexo a dos bandas no es aceptado de muy buena gana.
––¿Tú crees? ––me mira con una enigmática sonrisa que no logro descifrar––. El sexo no tiene tanta importancia como parece. Se puede hacer con una persona sin dejar de amar a otra. ¡Créeme si te digo que es perfectamente compatible como nosotros lo hacemos, Antonio! ¡Hay muchos tabúes que desmontar en esta hipócrita sociedad!
––No tengo yo las ideas tan claras como tú, María ––contesto lleno de dudas––. Tú, si estuvieses en el caso de Luisa… ¿admitirías que tu marido se acostase con otra?
––¿Por qué no? ––me mira muy seria––. Si con eso mi marido es más feliz, yo no podría ser egoísta...
––¡Eres demasiado moderna para mí! ––termino––. Si Luisa se entera de lo nuestro, puedo darme por castrado.
––¡Yo no estaría tan seguro! ––termina, María, con enigmática sonrisa.
Llegamos cuando Luisa ya está poniendo la mesa...
––¿Qué tal el paseo? ¿No habréis estado marreándoos por el parque? ––pregunta con una sonrisa.
––¡Ya quisiera él! ––María se ríe––. Hemos estado hablando de cosas sin importancia y ¿sabes una cosa? ¡tienes en marido muy «anticuado»!
––¿Anticuado? ––Luisa pregunta curiosa––. No lo creo. Ahí donde lo ves, es muy moderno en sus ideas... ¡Bastante liberal para la edad que tiene! ¿No es cierto, amor mío?
A veces, tengo la impresión de que Luisa sabe algo más de lo que creo... Otras, pienso que ciertos comentarios o respuestas responden a la casualidad y, realmente, nada sabe o sospecha de lo mío con María… «¡Ojalá sea lo último!»
Del tema del apartamento de María, como si tuviésemos un acuerdo tácito, Luisa y yo no hemos vuelto a hablar. Su postura me parece normal al tratarse de su mejor amiga, pero, por mi parte y para disimular, debería haber sacado el asunto a colación hace ya algún tiempo... En realidad, no lo hago por temor a que se vaya. Ahora, a pesar de todos los inconvenientes, está cerca de mí y podemos gozar de nuestros encuentros semanales. Si se fuese… ¡quién sabe cómo me sentiría!
Luisa está limpiando la habitación y me dice algo que no logro entender con el ruido de la aspiradora... Le hago una seña para que la apague y me acerco.
––¿Qué decías?
––¡Estarás contento! ––me reprocha muy seria––. Parece ser que María ya ha encontrado un apartamento céntrico y a buen precio. Me ha dicho que quiere marcharse en cuanto le sea posible.
El anuncio me sorprende, pero intento no mostrar lo que realmente siento...
––Yo creí que después de tanto tiempo aquí, ya se encontraba a gusto ––digo con un tono de voz neutro––. Me había acostumbrado a su presencia ¿Cuándo se irá?
––¡No lo sé! ––Luisa tiene su mirada fija en mí––. De todas maneras yo no deseo que se vaya y he pensado en hacerle una oferta, si tú estás de acuerdo, claro está.
––¿Qué oferta? ––indago curioso––. Si ha decidido marcharse, seguramente será para tener más libertad de movimientos. Aquí, no puede hacer mucha vida social como a ella le gustaría. Me refiero a traer amigos, por ejemplo. De todas maneras lo que tú hagas, bien hecho está. ¿De acuerdo?
––Mi propuesta es que nos pague un alquiler simbólico de 150 Euros mensuales por: agua, luz, gas, etc. La comida, como hasta ahora, aparte ¿Qué te parece?
––¿Crees que será bastante para que se quede? Es soltera, gana un buen sueldo y, además, siempre estará más cómoda en un apartamento propio –– reflexiono en voz alta.
––¡Creo que no la conoces bien! ––Luisa exclama––. Quizás tuve yo la culpa cuando te la presenté y te dije que era un poco «loca» o «ligera de cascos». En realidad, María es una chica joven, liberal, muy hermosa y que sabe muy bien lo qué quiere. Claro que tiene derecho a vivir su vida, pero te aseguro que hasta ahora se sentía muy bien aquí. Ambas estamos muy a gusto juntas, pero ella cree que tú nunca la has aceptado de buena gana.
––¿Por qué? ––pregunto extrañado––. ¿Es por eso que quiere irse?
Luisa se queda en silencio un rato y, después, muy seria, me dice:
––Como ya te he dicho, cree que tú no la aprecias y que solamente la aceptas por complacerme a mí.
No puedo, aún queriendo hacerlo, decir la verdad a Luisa, pero lo que sí tengo claro es que haré todo lo necesario para que María se quede. «¿Qué mosca le ha picado de repente?» ¡Nunca me ha comentado que se encontrase a disgusto aquí! ¡Aún no hace tanto tiempo que hemos hecho el amor y nada me comentó! «¡Qué extraño!», me digo...
––En realidad, Luisa ––procuro que mi aclaración no suene muy emocional––, al principio me pareció una mala idea traer a María a casa, pero, después de todo este tiempo, he de reconocer que la convivencia fue muy buena y me he acostumbrado a su presencia.
Cuando María regresa del trabajo, nada más entrar, ambas se encierran en su habitación. Yo, dando vueltas por el salón, parezco un padre primerizo esperando el parto. Me acerco varias veces a la puerta, pero solamente logro escuchar susurros. Después de un buen rato, salen las dos cogidas de la mano y me miran con rostro serio...
––He hablado con María de nuestra propuesta y está, en principio, de acuerdo ––Luisa no deja de mantener la mano de María entre la suyas––. Hay una cosa que desea: que tú le digas, claramente, que se puede quedar. De no ser así, pensará que no te agrada su presencia y se irá… ¿Se lo pedirás, Antonio?
Ambas, sin soltar sus manos, me están mirando con un desconcertante brillo en sus ojos... «¿Por qué tengo la extraña impresión de que una de ellas, o las dos quizás, me está poniendo a prueba con este asunto? ¿Es realmente necesario que yo conteste a la pregunta o mi respuesta servirá para otros fines que aún no logro conocer?» Termino por dejar de elucubrar sobre la intención de la pregunta y reconozco que he de decir lo que pienso, sin más demora:
––¡Bien! ––carraspeo un poco y miro directamente a María––. Como ya le comenté a Luisa antes de llegar tú, yo no tengo ningún problema en que te quedes con nosotros. He de reconocer que, al principio, no me agradó la idea; ahora, me gustaría mucho que te quedases. ¿Qué decides? ¿Te quedarás?
María casi no me deja terminar la frase, como si ya conociese de antemano la respuesta...
––¡Me quedo! ¡Gracias, Antonio! ––María viene hacia mí y como había hecho cuando nos presentaron, camino de la mejilla roza ligeramente sus carnosos labios con los míos––. ¡Ahora sé que me aprecias y me quedo muy a gusto en vuestra casa! ¡No te arrepentirás, ya lo verás! ––su mirada me promete lo que siempre espero de ella.
––¡Gracias, amor mío! ¡No sabes cuánto te lo agradezco! ––Luisa me besa también––. Sabes que María es para mi mucho más que una amiga; me sentiría muy mal sin ella… ¡Gracias!
Las dos, cogidas de la mano, se abrazan y besan. Yo, observándolas, me pregunto si realmente habían sido necesarias tantas preguntas y respuestas. ¡Estoy casi seguro que la decisión ya estaba tomada mucho antes de yo verme obligado a confesar que la quería en casa! ¡Solamente faltó declarar mi necesidad de seguir haciendo el amor con ella!
Nuestra vida, desde el momento de la «aceptación» oficial de María en nuestra casa, cambió bastante... Antes, los fines de semana, salíamos Luisa y yo al cine, a dar un paseo o a cenar, mientras María lo hacía con sus amigas y amigos. Ahora, los tres formamos una especie de «familia» que va a todas partes junta. Este primer fin de semana, para celebrar el asentamiento definitivo de María en nuestra casa, salimos juntos al cine...
Una a cada lado, me siento como un sultán de «Las Mil y Una Noches», rodeado de su harén... A poco de comenzar la película, una mano se desliza hasta mi muslo derecho para subir, lentamente, hasta acariciar mi entrepierna. ¡Es María! Luisa, permanece atenta a la pantalla y parece no darse cuenta de nada. Me pongo muy nervioso pensando en lo que podría suceder si mi mujer bajase la mirada un poco...
Un instante después, otra mano, ésta sobre el muslo izquierdo, intenta llegar al mismo lugar que la primera… ¡Es Luisa la que, sin dejar de mirar la pantalla, me acaricia! Pienso, con creciente preocupación, en el momento en que ambas manos se encuentren… «¿Qué sucederá?»
Dejando mis temores arrinconados, me apetece hacer lo mismo que ellas... Mis manos, a derecha e izquierda, buscan los muslos de ambas que, al unísono, facilitan la caricia separándolos… «¡Dios mío, esto es un «ménage a trois»!», exclamo para mis adentros, muy nervioso.
El final de la película, deja en el aire la incógnita de lo qué podría haber sucedido, de haberse encontrado las manos de ambas en el mismo lugar. Últimamente observo demasiadas casualidades y, sinceramente, no creo mucho en ellas... Una de dos, o esto es un juego para probarme, o la casualidad me visita muy a menudo, en los últimos meses.
––¿Te ha gustado la película? ––pregunta Luisa mirando a María––. A mí, sinceramente me supo a poco.
––¡A mi también! ––asiente María––. Tenía que haber sido un poco más larga.
«¡Dios mío! ¿Es cierto lo qué oigo? ¿Acaso no están haciendo un juego de frases de doble sentido?» Quiero creer que no es así pues, de ser cierto, muchas de las cosas que me han sucedido hasta ahora, empezarían a tener una explicación lógica. ¡Me resisto a creerlo!
––¿Qué te pareció a ti, Antonio? ––la que pregunta es María; Luisa lo hace también con la mirada––. ¿No haces ningún comentario a la película?
––¡Pienso, como vosotras, que debería haber sido un poco más larga!
Las dos, sin poder contenerse, se ríen a carcajadas, mientras yo intento comprender que resulta tan gracioso...
Cuando llegamos a casa es bastante tarde. «¡Menos mal que mañana es domingo!», exclamo para mis adentros.
Estoy en cama ya hace un buen rato y Luisa sigue en la habitación de María... «¿Tanto tienen qué contarse a estas horas?». Me levanto a beber un vaso de agua y al pasar por la sala, no puedo evitar la tentación de escuchar tras la puerta... No está cerrada, sino algo entreabierta... Lo que escucho, nada tiene que ver con una conversación, sino con gemidos y suspiros…«¡No puede ser!», me digo incrédulo...
Ahora, de pronto, empiezo a comprender muchas cosas: las miradas de complicidad entre ambas; las palabras con doble sentido; las ausencias de Luisa para ir a la compra todos los sábados por la mañana, y las misteriosas «casualidades» ¡Estúpido de mí! Ahora caigo en la cuenta de que, incluso antes de venir María a nuestra casa, ya existieron... Me acerco un poco más a la entreabierta puerta y puedo ver a las dos, desnudas y tumbadas sobre la cama, acariciándose. María de espaldas, está siendo acariciada por Luisa. Después, con la misma vehemencia, es María la que acaricia a mi mujer. Ambas, están tan abstraídas en sus apasionados intercambios de caricias que no se dan cuenta de mi presencia. Me retiro con cuidado y me meto en cama...
Cuando Luisa llega, me hago el dormido. Me da un ligero beso en la boca. ¡aún tiene el sabor de María en ella! y se duerme casi al instante...
Yo no puedo apenas dormir pensando en la escena de hace unos momentos y en tantas «casualidades» desde que María apareció en mi vida... Pienso en el día que Luisa me la presentó; en las llamadas de María provocando aquel primer encuentro; en su ausencia de temor a ser descubierta cuando los sábados nos entregábamos a nuestros juegos amorosas... ¡Todo estaba precisa y puntualmente programado por las dos! ¡He sido un juguete en sus manos durante todo este tiempo, sin darme cuenta de ello! «¿Cómo he podido estar tan ciego ante algo tan evidente?», me pregunto disgustado conmigo mismo...
Ahora que ya he desentrañado el misterio, tengo dos opciones: seguir haciéndoles el juego y disfrutar con las dos como hasta ahora o, por el contrario, poner las cartas sobre la mesa y hacer lo mismo, pero sin ningún disimulo ¿Qué puede suceder?
Ambas, por lo que he podido ver, son lo suficientemente liberales y hasta «libertinas». Seguro que no se escandalizarán por lo que les proponga de cara al futuro en el terreno sexual... ¡Solamente pensar en las posibilidades que se me presentan, provoca una tremenda alteración en mi libido!
Dejo transcurrir la semana y cuando el viernes por la noche Luisa se mete en cama, después de haber estado un buen rato en la habitación de María, empiezo a acariciarla apasionadamente...
––¡Me gustaría hacer el amor esta noche! ¡Te deseo tanto, amor mío!
––¿Te da lo mismo mañana? ––me mira tiernamente––. ¿Cómo te las arreglas para tener siempre ganas? ¡Estoy cansada!
Me decido a dar el primer paso en el camino que he decidido emprender. ¿Qué puede suceder? Si su reacción es la que deseo no pasará nada y «aquí paz y después gloria», si reacciona de otra manera, siempre puedo decir que era una broma...
––Amor mío... ––mi tono de voz quiere ser mimoso––. ¿Qué te parece si me voy a la habitación de María y le pregunto si quiere hacer el amor conmigo?
Luisa se queda en silencio, su mirada no denota sorpresa ni enfado alguno ante mi pregunta. Después de un rato, sin decir palabra, se levanta y sale de la habitación...
No han transcurrido cinco minutos cuando las dos, cogidas de la mano, y sonriendo de aquella manera picara y enigmática que ahora ya no necesita explicación, se meten en mi cama. Luisa me venda los ojos con una pañoleta... Yo, en la oscuridad y expectante, me abandono a las intensas sensaciones que manos, bocas y labios, extraen de cada rincón de mi cuerpo. Me poseen las dos y, después, los tres rendidos, quedamos dormidos...
Por la mañana, María viene a despertarme para desayunar. Su beso de ¡buenos días! es largo y profundo. El pícaro guiño de sus hermosos ojos, lo explica todo sin palabras...
En la cocina, una Luisa radiante, pone el café acompañado de unos humeantes churros...
––¿Cómo ha dormido el rey de la casa? ––me dice dándome un tierno beso––. Espero que tus sueños fuesen muy felices.
––¡Seguro que ha soñado que era un sultán! ––María guiña un ojo a Luisa––. ¡Realmente lo es!
No me atrevo a contestar sus bromas, temiendo romper el hechizo de hace unas horas, cuando ambas, me compartieron.
En realidad, aún dudo si estoy despierto y si aquellas dos mujeres, a las que amo profunda y apasionadamente, han estado realmente en mi cama poseyéndome a dúo… «¡Es demasiado hermoso para ser cierto!», me digo viéndolas ante mí, comportándose con toda naturalidad, como si nada extraordinario hubiese sucedido...
Los tres, yo en medio llevándolas del brazo, hemos salido a dar un largo paseo por el Madrid antiguo: Castellana, Alcalá, Plaza de Oriente, Puente de Segovia y, finalmente, llegamos a las Vistillas...
Luisa, con sus bellos ojos almendrados muy abiertos, parece estar contemplando algo que le trae lejanos recuerdos. Fijándose en cada detalle, camina por el pequeño parque cercano a la iglesia de San Francisco el Grande...
––¿En qué piensas, amor mío? ––pregunto al verla tan absorta––. ¿Qué te sucede?
––¿Sabéis? Cuando era una niña, a la que todos los chicos del barrio conocían por el sobrenombre de «Chispita», correteaba jugando por estos lugares. Los niños, cuando les atacaba con mi espada de madera gritando, escapaban como moscas «¡Qué tiempos aquellos!» ––exclama con nostalgia...
Yo, conocedor de aquella historia, prefiero callar. Oprimo los brazos de ambas, como temiendo despertar de un sueño que nunca pude imaginar…



© 2009-Fernando J. M. Domínguez González


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