miércoles, 13 de enero de 2010

LA DOBLE VIDA DE DON ANTONIO (RELATO ADULTOS)

DOMINGO

La gente se agolpaba a la puerta de la iglesia. Don Antonio, traje azul marino y corbata negra, del brazo de su esposa, intentaba sortear los distintos grupos para ocupar aquel banco en la primera fila que, desde hacía ya muchos años, les servía de lugar privilegiado para escuchar las homilías de la misa del domingo. Siempre asistían a la de doce...

De vuelta a casa, de manera invariable, se comentaban los consejos morales del párroco que, según don Antonio, deberían ser de obligado cumplimiento para cualquier cristiano bien nacido. El cura, este domingo, en su larga y soporífera homilía, se había extendido en consideraciones morales sobre la reciente Ley del Aborto y las consecuencias de la misma en la católica España.

––Naturalmente, si los abortistas continúan por este camino, la Iglesia debería hacer algo por echar a bajo estos intentos claramente izquierdistas, de convertir el aborto en un contraceptivo más ––espetó don Antonio, colgando la chaqueta.

––Desde luego ––contestó su esposa colocándose despacio el mandil de cocina––, es una vergüenza que el aborto se convierta en algo legal y, lo que es mucho peor, que las chicas lo vean como una solución más a su falta de responsabilidad. ¡Qué vergüenza!

––¿Te acuerdas, Carmen, cómo tuvimos que aguantarnos hasta el día que bendijeron nuestra unión? Realmente, resistimos la tentación hasta que, casados como Dios manda, pudimos amarnos plenamente ––dijo él mientras hojeaba con disimulo la página de «contactos» del periódico local––. Siempre la leía, como buscando algo que llamase su atención en ella, pero cuando el deseo le empujaba, terminaba siempre delante de la puerta de aquel pequeño chalet, en la parte vieja de la ciudad… «¡Susana!»

Los diálogos «moralizantes», surgían siempre después de la misa dominical. Eran como un recordatorio rutinario de «virtudes» deseadas, pero inexistentes, de una familia con la fe heredada de sus mayores e inculcada a los hijos, ahora ya casados y lejos del hogar paterno.

La comida, la siesta y las largas horas ante el televisor, completaban la jornada del fin de semana. Por la tarde, vestidos con sus mejores galas, bajaban hasta el Círculo Mercantil y allí, en la espaciosa sala de lectura, mientras él hojeaba la prensa o jugaba una partida de tute con los amigos. Ella, aprovechaba para enterarse de las últimas novedades de la prensa del corazón y los cotilleos locales, en animada charla con sus amigas de toda la vida. Para enterarse del cotilleo más reciente, del verdadero «pulso» de la ciudad, nada mejor que una visita al Círculo Mercantil en domingo. Una separación, un divorcio, un noviazgo, la quiebra de la empresa de un rival… ¡De todo se podía enterar uno en aquel lugar!

LUNES

Como siempre, desde hacía ya muchos años, llegó a su despacho a las nueve en punto de la mañana. Su secretaria, una mujer mayor y con aspecto de haber pasado toda su vida entre legajos sentencias y recursos, estaba escribiendo a máquina. Sin apenas levantar la cabeza, respondió a los buenos días.

––Ángela, después de pasar a máquina el recurso del Sr. González, no olvide llamar al juzgado para conocer la fecha y hora del juicio de doña Isabel Gómez. Esta tarde, no vendré a la oficina. Tengo asuntos urgentes que resolver en la ciudad. Si llama mi esposa, dígale que comeré fuera; que la llamaré en cuanto pueda.

––No olvide ––le recordó la secretaria levantando ligeramente la vista del teclado––, llamar al despacho de la compañía de seguros. Tenemos un juicio por daños a terceros la semana que viene y ya tienen el peritaje listo. También le recuerdo que mañana, a primera hora, tiene una entrevista con el señor López. Es el asunto de la herencia.

Salió y tomó el ascensor hasta el garaje. Tras circular por varias calles de la parte antigua de la ciudad, se dirigió hacia un callejón estrecho y sin salida, aparcando frente a un chalet, rodeado por un pequeño y descuidado jardín. Con las solapas del abrigo subidas, después de mirar a ambos lados de la calle, pulsó el timbre con insistencia.

Una mujer joven, muy maquillada, abrió la puerta. Después de besarle, se colgó de su brazo para conducirle hasta el interior. En el salón, con escasa luz, se encontraban sentadas seis mujeres con aspecto aburrido, delante del televisor. Todas ellas, en ropa interior muy sugerente, le saludaron como a un viejo conocido.

––¿No está Susana? ––preguntó, mirando a su alrededor.

––Está ocupada, cielo ––contestó la que parecía ser la encargada del prostíbulo––. Puedes esperarla, pero, si lo prefieres, ocúpate con una de estas chicas. Todas son muy complacientes y trabajan muy bien… ¡Quedarás contento!

Él, observando a las presentes, hizo un ligero mohín de disgusto y pareció dudar unos instantes. Finalmente, se acercó a una joven delgada de cabello rubio, con cara de adolescente. Sus piernas eran largas y bien torneadas… «¡Quizás un poco delgada!», pensó mientras la observaba.

Cogidos del brazo, subieron a la segunda planta del edificio. Entraron en una de las habitaciones. La luz de neón rojiza, apenas permitía ver más allá de los pies de la cama adornada, en su cabecera, con un pretencioso dosel de tul color rosa.

––Ya me dirás qué quieres: servicio completo, griego, alguna cosa especial ––mientras hablaba, se estaba despojando de la poca ropa que llevaba, acercando su desnudo cuerpo al de él––. Dime lo que quieres, cariño.

Él, desnudándose despacio y colocando cuidadosamente, cada una de las prendas en el respaldo de una de las sillas, respondió:

––En realidad la que conoce bien mis gustos es Susana, pero como está ocupada ––dijo con cierto tono de tristeza.

La chica, con una pícara sonrisa, le contestó mientras seguía frotándose contra su cuerpo:

––¡No te preocupes, cielo! Dime lo que quieres y yo intentaré hacerlo tan bien o mejor que ella.

Don Antonio, mientras ella hablaba, se había puesto el sujetador y las bragas de la chica. Su grotesca figura, vestido de aquella guisa, con aquel inmenso y fofo vientre reflejándose en el espejo del techo, casi hizo estallar en carcajadas a la joven prostituta. Finalmente, su discreción profesional se lo impidió.

––Píntame los labios, maquíllame y, después, azótame con fuerza en las Nalgas ––pidió ya sentado en la cama.

La joven le maquilló y, después, con la mano completamente abierta, le fue propinando azotes en las nalgas hasta hacerse daño.

Tumbado en la cama boca abajo y con las abultadas nalgas enrojecidas, cada vez que recibía un azote, gemía: «¡más! ¡más!»

La prostituta pronto comprendió lo que realmente deseaba. Buscó, en el armario empotrado de la habitación algunos objetos: una fusta, esposas y una especie de antifaz.

Esposado a la cama y con los ojos completamente tapados, reflejándose su fofo y blanquecino cuerpo en el espejo del techo, esperaba ansioso que ella comenzase a azotarle de nuevo. La joven no dudó un instante… Lentamente, pero con creciente fuerza, fue marcando la espalda y las blancas nalgas del hombre con cortos y rápidos golpes de fusta.

Pasado un rato, cuando la piel enrojecida parecía estar a punto de sangrar, le quitó el antifaz y comenzó a acariciarle; a besarle por todas partes, muy despacio...

Congestionado, pidió que le quitase las esposas y, de manera brusca, la tomó en sus brazos, poniéndose encima de ella para, con impensable agilidad, penetrarla ansiosa y brutalmente. La joven tuvo que apartarlo con sus brazos mientras se quejaba:

––¡Cuidado! Me estás haciendo daño. ¡Más despacio, cariño!

Él, como sordo a sus quejas, seguía catapultando su cuerpo sobre ella con fuerza. Su fofo y abultado vientre chocaba, una y otra vez, contra el de la joven. Sus gemidos, acompañados de pequeños chillidos y la cada vez más entrecortada respiración, parecían ser el preludio de un cercano orgasmo. Su rostro, congestionado en extremo, se había vuelto casi lívido en el último momento. Ella, intuyendo la proximidad del final, fingía estar gozando también. Sus suspiros y pequeños gritos, acompañando a los del hombre, aceleraron el desenlace.

Durante unos minutos, ambos permanecieron, uno al lado del otro, sin decir palabra. Después, pasaron al cuarto de baño.

A la salida del chalet, al igual que hiciera a la entrada, observó el callejón, antes de entrar en el coche.

MARTES

––Ayer llegaste muy tarde ––se quejó su esposa mientras le servía el desayuno.

––En realidad, estuve muy ocupado durante toda la tarde. Estoy muy cansado. Hoy me acostaré más temprano.

––Trabajas demasiado, cariño ––su esposa le miraba con cara comprensiva.

––Ya sabes que todo está muy complicado últimamente. Existen más abogados que pleitos. Solamente los mejores podemos sobrevivir.

Cuando llegó al despacho, su secretaria tenía varios recados para él.

––Tiene que llamar al juzgado. Lo de Gómez será para el próximo martes, a las diez. Ya he hablado con el procurador. También tiene que volver a hablar con la compañía de seguros.

––Bien, voy a revisar un rato el expediente del accidente de tráfico. No me pase llamadas hasta nuevo aviso.

Estuvo trabajando durante bastante tiempo, hasta que su secretaria, desde el quicio de la puerta, le hizo levantar la vista de los papeles que estaba examinando:

––¡Hasta mañana, don Antonio!

––¡Hasta mañana, Ángela!

Miró el reloj y poco después de marchar la secretaria, cerró el despacho y se marchó para casa.

Después de cenar y ver las noticias en la televisión, se metió en cama. Su esposa estaba leyendo una revista. La dejó sobre la mesita de noche y se acurrucó junto a él, acariciándole el torso. Con mirada de deseo, le preguntó:

––Antonio… ¿Hacemos el amor?

Sorprendido, contestó con cara de circunstancias:

––¡Mujer!... Llevamos más de treinta años casados. Sabes que te quiero muchísimo, pero los años y el cansancio no perdonan. El trabajo y las preocupaciones me quitan las ganas. De veras… ¿Lo dejamos para otro día?

Ella, claramente defraudada, se apartó bruscamente de él, mientras le reprochaba:

––¡Siempre dices lo mismo, pero cuando ves a chicas jóvenes por la calle, tus ojos delatan el deseo!

––¡Imaginaciones tuyas! ¿No ves que pueden ser hijas mías? ¿Cómo puedes pensar algo así?

Dio la espalda a su esposa, apagó la luz y, en pocos minutos, se quedó dormido.

MIÉRCOLES

Durante el desayuno, ella no dejaba de mirarle de reojo. Desde hacía ya algún tiempo estaba notando el escaso interés de él por hacer el amor. Era correcto con ella, pero la pasión de antaño se había convertido en una casi total indiferencia. Hacía ya varios meses que cada vez que ella se insinuaba, él la rechazaba con disculpas. «¿Habrá otra? ¿Será la edad?», se pregunta, mientras desayunaba.

Él, terminando el café mientras leía la prensa, estaba pensando en lo que había pasado la noche anterior: «¿Desconfiará de mi? La verdad es que cada día que pasa me apetece menos estar con ella. ¡Cada día me atrae menos!»

Se puso el gabán y dijo, dando un fugaz beso en la mejilla a su esposa:

––Hoy volveré pronto ––dijo mientras cerraba la puerta––. Quiero estar aquí temprano para ver el partido.

Cuando llegó a la oficina, Ángela estaba escribiendo a máquina y levantó ligeramente la cabeza para contestar al saludo.

––Esta mañana, sobre las nueve y cuando aún estaba abriendo la oficina vino una señorita que dijo haber encontrado su cartera ––la secretaria le miraba de una manera un tanto inquisitiva––. Dijo que la había encontrado en la calle. ¡La pobre tenía una pinta muy rara, pero, he de reconocer, que honrada sí que lo es!

––¡Vaya por Dios! ––dijo mientras se palpaba el bolsillo interior––. Hasta ahora no me había dado cuenta de su pérdida. Seguramente me cayó en el garaje o al salir de él. ¿Qué quiere usted decir con «pinta rara»? ¿A qué se refiere?

––Si he de ser sincera, me pareció una prostituta por su manera de vestir y moverse ––la secretaría le miró fijamente––. Es algo que no sabría explicarle pero que las mujeres intuimos.

––¡Bueno! ¡No sea usted malpensada, Ángela! ––entró en su despacho ––. Lo importante es que he recuperado mi documentación y las tarjetas de crédito. Después, sentado ya a la mesa de trabajo, pensó: «¿Cómo he podido olvidar la cartera en aquel lugar?»

Hizo varias llamadas telefónicas de carácter profesional, y recibió la visita del procurador que llevaba los asuntos del bufete ante los tribunales.

Comió en casa y su mujer no dejaba de observarle con aquella cara que él conocía bien desde hacía meses. Desde que había descubierto sus verdaderas apetencias sexuales en aquel prostíbulo, las relaciones con su mujer se habían ido enfriando, «quizás demasiado», pensó él.

«¡Tenía sobrados motivos para desconfiar de él!» A pesar de aquellos remordimientos, Don Antonio, seguía sintiendo una fuerte y morbosa atracción por las visitas al burdel, en donde se entregaba a las prácticas sexuales que su mujer, católica y chapada a la antigua, nunca hubiese aprobado o practicado con él. ¿Podía imaginarse a su esposa haciéndole una felación o azotándole?

Con las prostitutas, especialmente con Susana, podía dar rienda suelta a sus fantasías más atrevidas. Ella, una mujer de unos 40 años, con un cuerpo lleno de apetitosas curvas y pechos voluminosos como a él le gustaban, adivinaba siempre lo que él quería. ¡No hacía falta decir una palabra!

Entre ellos, además de la ya dilatada relación cliente - prostituta, se había establecido una cierta «amistad» que, con el tiempo, había dado paso a las confidencias. Durante aquellos momentos de descanso que se tomaban fumando un cigarrillo y tumbados sobre la cama, ambos se contaban muchas cosas.

Don Antonio, debido a la atracción que por ella sentía, se mostraba sumamente contrariado cuando llegaba al burdel y ella se encontraba prestando sus servicios «profesionales» a otro. Había llegado a considerarla como algo suyo. Al no encontrarla en el salón, se despertaban en él extraños sentimientos: celos, quizá. En más de una ocasión y a pesar del deseo que le había empujado a ir al burdel, se había marchado cuando Susana no podía atenderle. Cuando esto sucedía, además de una cierta dosis de celos, sentía una especie de desengaño al saber que ella estaba dando placer a otro. ¡Solamente con ella era capaz de gozar plenamente!

Luego, cuando recapacitaba sobre sus sentimientos, comprendía que Susana era una profesional; que sus servicios no podían ser exclusivamente para él. «¡Al fin y al cabo, solamente se trata de una puta!»

––¿Vendrás pronto por la tarde? ––su mujer le miraba fijamente.

––Ya te lo dije, mujer... Quiero ver el partido. Es la final de la Copa del Rey y no quiero perdérmelo por nada del mundo. Saldré un poco antes de la oficina.

Regresó temprano, como había prometido, y sufrió lo suyo durante la retransmisión del partido. Su esposa, sentada cerca de él, leía mientras tanto una revista.

Ya en la cama, ella volvió a insistir en hacer el amor y Don Antonio, acordándose de Susana mientras lo hacía con su esposa, puso sus mejores intenciones en complacerla. No resultó especialmente glorioso, pero suficiente para espantar el fantasma de los celos.

JUEVES

Susana, la prostituta, no había acudido al pequeño chalet. Estaba con lo que ella solía llamar «días malos». Cuando esto sucedía, no quería trabajar. Algunas compañeras lo hacían, pero ella se sentía especialmente incómoda y sucia en esos días. Cada mes, durante esos 3 o 4 días, se quedaba en casa y aprovechaba para hacer multitud de cosas atrasadas: la colada, planchar, salir de compras... Su «hombre», como ella llamaba a su compañero cuando charlaba con sus colegas del burdel, hacía poco que se había levantado y salió a tomar una copa mientras ella ponía la casa en orden.

Hacía casi un año que vivían juntos ––¡le había conocido como cliente!––. Primero se veían en el prostíbulo, dos o tres veces por semana, pero la encargada, al darse cuenta del cariz que estaba tomando aquella relación, se lo prohibió terminantemente. En su casa, como ella decía, solamente podían prestarse servicios «profesionales». Todo lo demás tenía que quedar fuera de aquellas paredes… ¡Allá cada cual con sus novios o chulos!

Susana, decidió meter en su casa a Juan para quien, sin darse apenas cuenta, terminó trabajando en el oficio más viejo del mundo los siete días de la semana.

Había estado casada unos años, hasta que su matrimonio se deterioró y resultó imposible la convivencia. Su marido, borracho, putero y jugador empedernido, solía maltratarla a menudo y, armándose de valor, decidió separarse.

Sin ingresos de ningún tipo y sin oficio alguno, tropezó un día con una conocida que le ofreció una «solución» para ganar dinero fácilmente… En principio se negó, pero, acuciada por la necesidad, empezó yendo de manera esporádica al chalet un par de días a la semana y, poco a poco, se fue involucrando más y más, hasta dedicarse a la prostitución por completo. Pronto tuvo una serie de clientes fijos que solicitaban sus servicios.

Es cierto que, al principio, le resultaba muy difícil fingir con los clientes, sintiendo asco al tener que hacerlo con hombres de toda catadura. Más de una vez sintió fuertes náuseas y ganas de abandonar todo aquello, pero, poco a poco, se fue acostumbrando. El dinero que ganaba, mucho más de lo que podía conseguir en el mejor puesto de trabajo de cualquier empresa, era la principal razón que la seguía manteniendo en aquel viejo oficio.

Pronto tuvo unos importantes ahorros que le permitieron comprar un coquetón pisito en uno de los mejores barrios de la ciudad. Ahora, podía permitirse el lujo de vestirse en las más exclusivas boutiques, dándose muchos más caprichos de los que nunca había soñado.

Poco a poco, llegó a superar el asco inicial y se sorprendió a sí misma por la rapidez con que llegó a fingir con los clientes. De esa capacidad de simulación, dependían las propinas que algunos dejaban como pago por un orgasmo, del que ellos, en su estupidez, se creían artífices.

La mayoría de sus clientes ––¡hombres maduros y casados!––, víctimas de su pedantería, se creían realmente lo que ella les decía cuando terminaban: «¡Qué bueno eres en la cama! ¡Cómo me has hecho gozar, cariño!» A ellos les gustaba escuchar aquellos halagos. Estas adulaciones, no levantaban solamente el «ego» de los clientes, sino que le reportaban a ella unos jugosos ingresos extra.

Cuando alguno dudaba de sus excelentes cualidades amatorias o del orgasmo que ella decía haber sentido con él, ella, con rostro serio le preguntaba: «¿Crees realmente que se puede fingir lo que he sentido contigo, amor mío?»

Allí, en el pequeño chalet, había conocido a su actual compañero. Al principio, su relación fue puramente profesional, pero, con el paso del tiempo, él fue ganado su corazón solitario y ávido de cariño. Algunos detalles, ramos de flores, alguna joya, llamadas telefónicas, palabras bonitas que ella agradecía y nunca antes había escuchado…

Susana, muy sola a pesar de conocer a tantos hombres, fue enamorándose de él y pronto le propuso vivir juntos. Cuando llevaban unos meses conviviendo, él dijo haberse quedado sin trabajo.

Ciega por aquel cariño del que tan huérfana había estado, no dio importancia al asunto y pensó que la situación cambiaría. ¡Vana esperanza! Pasaron los meses y él seguía viviendo a costa de ella.

Durante las largas horas de permanencia en el chalet, contaba su vida a las colegas del prostíbulo. Más de una le advirtió que su compañero la estaba «chuleando»; que era un sinvergüenza y que debía romper aquella relación cuanto antes.

Susana, fue comprendiendo que sus compañeras tenían mucha razón; que debía finalizar aquella relación. Se había separado una vez y había vuelto a caer en la misma trampa. ¡Ahora estaba siendo explotada por un sinvergüenza! Cuando él volvió de la calle, Susana le contó sus recelos y expresó el deseo de terminar aquella relación.

Él, con expresión llena de rabia, le contestó en un tono que hasta entonces era para ella desconocido:

––¿Cómo te atreves, puta de mierda? Te he dado mi cariño y comprensión, sabiendo lo que haces y quién eres. ¿Te parece poco?

––¡No me insultes! ––Susana estaba llorando––. Hasta ahora no te importó saber de donde procedía el dinero. Ahora, cuando te digo lo que pienso y descubro tu juego, me llamas puta. Claro que soy puta, lo sé, pero tú… ¡Tú eres un chulo!

Él, con el rostro congestionado, se levantó y la agarró fuertemente por un brazo hasta hacerle daño.

––¿Nunca te han dado un par de hostias, asquerosa de mierda? –– mientras la insultaba, su puño se había parado amenazante a escasos centímetros del rostro de la mujer.

––¡Si me tocas chillaré hasta que vengan los vecinos! ––ella intentaba mostrarse fuerte ante él ––. Ahora mismo coges tus cosas y te marchas de mi casa. Si no lo haces, llamo a la policía para denunciarte por malos tratos. ¡Tú verás!

Cuando se marchó, dando un impresionante portazo, lo primero que hizo fue llamar a un cerrajero para cambiar la cerradura de casa. Después, sentada en la cocina, lloró hasta que sus ojos se secaron… «¡Además de puta, como él me ha llamado, he sido una estúpida! ¡Nunca más caeré en la misma trampa!»

VIERNES

Llegó a la oficina, puntual como siempre.

Ángela, la secretaria, estaba escribiendo y respondió a los buenos días sin apenas levantar su cabeza.

––Ángela ––se levantó para coger un expediente del archivo––. Hoy saldré antes de las siete y media. Ya no volveré. Cierre usted cuando salga.

––Le recuerdo que tenemos pendiente la firma del recurso de Alfredo Álvarez. Tenemos que presentarlo el lunes por la mañana, sin falta, en el juzgado.

––Bueno ––puso cara de fastidio mientras se sentaba––. Si es posible volveré sobre las ocho para firmarlo y lo dejaré sobre su mesa.

Cuando apenas eran las seis y media de la tarde, se marchó de la oficina.

En el garaje, ya dentro del coche, pareció dudar sobre la dirección a tomar. Deseaba fuertemente ir al chalet, para estar una o dos horas con Susana, pero, como siempre, temía que estuviese ocupada cuando él llegase.

Decidió hacer lo que nunca antes había hecho. Sacando una pequeña agenda de la cartera, buscó en la letra «n» un teléfono. Allí, en letra menuda y bajo el título de «negocios» estaba anotado el teléfono del chalet…

Sonó varias veces hasta contestar una voz de mujer que creyó identificar con la encargada del prostíbulo.

––¡Hola! Soy un cliente habitual de Susana y quisiera hablar con ella.

––Sí, un momento…

––¡Diga!

––¿Susana?

––Si, soy yo… ¿Quién habla?

––Soy Antonio. ¿Te das cuenta? Calvo y maduro ––bromeó––. Quiero estar contigo y me gustaría que me esperases. Deseo estar un buen rato y llegaré ahí dentro de unos quince o veinte minutos. ¿Me esperas?

––¡Hola Antonio! ¿Cómo no voy a conocerte, cariño? Claro que te espero. ¡Hasta ahora!

Cuando llegó al chalet y después de aparcar, hizo lo de siempre: miró a todos lados para comprobar que nadie le veía y pulsó el timbre nerviosamente.

Abrió la encargada del prostíbulo que le saludó como a un viejo conocido, mientras subían apresuradamente las escaleras.

Susana, sentada en medio de las compañeras, se levantó para darle un beso y cogerle del brazo. Sin apenas mediar palabra, subieron a una habitación del segundo piso.

––Hace bastante tiempo que no estamos juntos ––ella le miraba mientras se desnudaba despacio y colocaba la ropa cuidadosamente en la percha.

––Estuve aquí hace unos días, pero estabas ocupada. Después de dudarlo, fui con otra chica ––la miraba con un cierto reproche––. La verdad no quedé muy satisfecho. Ya sabes que prefiero estar contigo siempre que me es posible.

––Ya lo sé, Antonio, pero debes comprender que resulta imposible estar esperándote. Vienen muchos clientes y tenemos que atenderles a todos. Sabes que me gusta mucho hacerlo contigo, pero el trabajo es el trabajo –– ella procuraba quitar importancia al asunto.

Don Antonio, desnudo ya por completo, se acercó a Susana y comenzó a quitarle las escasas prendas que aún vestía. El transparente vestido cayó sobre el suelo, después el sujetador… Nervioso, sus manos fueron bajando las diminutas braguitas de la mujer, mientras besaba sus senos. Hundió su rostro entre los voluminosos pechos mientras sus manos se perdían por muslos y entrepierna. Ella, simulando el despertar de un placer que no sentía, suspiraba entrecortadamente mientras él se excitaba manoseándola, una y otra vez.

Ella, le empujó hacia el lecho y, una vez allí, se puso a horcajadas sobre él. Esposó sus manos y pies a los barrotes de la cama y comenzó a besarle lentamente por todo el cuerpo, pero sin llegar a su pene que, en una incipiente erección, parecía reclamar su atención. Poseído por el creciente deseo, elevaba su pubis, una y otra vez, en muda súplica. Ella, ignorando deliberadamente su petición, seguía besándole por el pecho y el voluminoso vientre.

Despacio, primero, más fuerte después, fue azotándole en las blancas nalgas hasta que estas enrojecieron. Cada vez más excitado, gemía y se retorcía de placer suplicándole: «¡Desátame! ¡Desátame!»

Descansó un rato mientras él respiraba hondo y la miraba suplicante. Por fin, después de un tiempo, Susana procedió a iniciar la felación, lentamente, sin prisas… Cuando intuyó que la excitación era máxima, desató sus pies y manos.

Como poseído por una fuerza irrefrenable, se levantó y la penetró con fuerza, poniéndose a horcajadas sobre ella. Sus movimientos, grotescos por lo voluminoso de su vientre, fueron primero lentos para pasar a una frenética carrera, como deseando finalizar lo que apenas había iniciado.

Ella, con el rostro girado hacia un lado, se sentía terriblemente oprimida por el peso y estaba deseando que el orgasmo, anunciado por la cada vez más apurada respiración del hombre, pusiese pronto fin a aquel suplicio.

De pronto, cuando todo parecía anunciar el final, un fuerte y ronco suspiro del hombre la asustó. Él continuó por unos instantes con el movimiento de su cuerpo. Después, quedó totalmente inmóvil sobre ella.

––¡Antonio! ––se sentía asfixiada por aquel peso––. ¡Por favor levántate! ¡Me haces daño y no puedo respirar!

Él, seguía inmóvil sin responder a la angustiosa petición de la mujer.

Después de unos segundos, Susana intuyó que algo extraño sucedía y, con todas sus fuerzas, empujó el pesado cuerpo hacia un lado. El rostro del hombre, con un rictus mezcla de dolor y felicidad, tenía un extraño tono azulado.

El grito, más bien alarido de Susana, hizo que la encargada del prostíbulo subiese corriendo. Tras ella, las demás prostitutas asustadas...

SÁBADO

La viuda y los hijos, sentados en la sala del Tanatorio, están siendo consolados por parientes, clientes y vecinos.

Don Antonio había sufrido un fatal infarto de miocardio cuando salía del garaje de su oficina para dirigirse a su hogar. Esa fue la versión que dio la policía municipal, a los sorprendidos parientes…

Tanto la policía como el juez de guardia, no era la primera vez que se enfrentaban a algo parecido, y sabían como proceder de manera discreta en estos delicados casos. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Qué sentido tenía contar la verdad, para vergüenza de la familia?

Don Antonio, convenientemente maquillado para disimular aquel extraño color que con el tiempo se había tornado profundamente cerúleo, parecía dormir plácidamente dentro de aquel ataúd de hermosa madera de cerezo.

En el prostíbulo, asustadas aún por lo ocurrido y por las preguntas de la policía, todas comentaban lo ocurrido...

Susana, consolada por sus compañeras, aún no había podido superar el terrible susto. La encargada, veterana en el oficio, les comentaba que aquel no era el primer caso que ella conocía. Cuando trabajaba en un conocido prostíbulo de Salamanca, siendo aún muy jovencita, sucedió algo parecido con un anciano y conocido industrial de la ciudad. La verdad se ocultó, pero los rumores siguieron circulando durante muchos años.

El cura, un viejo migo de la familia, estaba finalizando una hermosa y sentida homilía: «Siempre fue un hombre de gran fe, amante de su familia y muy virtuoso. Pertenecía a la Adoración Nocturna desde su juventud y siempre siguió los caminos del Señor. ¡Descanse en paz!»

En el último banco de la iglesia, casi oculta por una de las columnas, Susana vestida con las ropas más discretas que pudo encontrar en su armario ropero, está rezando como no lo hacía desde hacía muchos años. Se siente culpable de aquella muerte, ocurrida durante la prestación de sus servicios profesionales. Siempre, mientras viva, recordará el congestionado rostro de aquel hombre que, dicho sea de paso, siempre había dejado generosas propinas. «¡Descanse en Paz!», piensa mientras se santigua y sale por la puerta lateral del templo.

Alfredo Álvarez, cuyo recurso dejó sin firmar Don Antonio encima de su escritorio, tendrá que buscarse otro abogado...


(C) 2009 - Fernando J. M. Domínguez González

No hay comentarios: