viernes, 18 de junio de 2010

LAS GOLONDRINAS

¡Hoy, a las 16,40 horas, llegaron!
Hace ya cerca de 20 años que una pareja de golondrinas anida bajo el alero de mi tejado… Sé que estos vivarachos pajaritos no viven más allá de 4 o 5 años y, por ello, cálculo que ya son dos o tres las generaciones que, con la llegada de la primavera, anidan en un oculto lugar, justo encima de la terraza.
Cuando pienso en esta pareja, recién llegada, de oscuras plumas y pecho blanco, me parece imposible que unos cuerpos tan diminutos, cuyo cerebro se supone es pequeño, puedan llegar cada año de la lejana África, cruzar el Estrecho de Gibraltar y, sorteando todo tipo de obstáculos y peligros, encontrar el lugar en donde está su nido del año pasado… ¡Resulta misterioso y, hoy por hoy, inexplicable! Las distintas teorías, sobre esta extraordinaria capacidad para llegar hasta un determinado lugar, van desde su orientación por el Sol; por la Luna; por el magnetismo terrestre o por las estrellas. En realidad, cualquier teoría es buena mientras no se demuestre lo contrario…
Lo importante es que, cada año, con admirable puntualidad, llegan desde la lejana África para criar a sus hijos en el Norte, donde la temperatura es más benigna.
Cuando cae la tarde, los trinos de las golondrinas me avisan de que salen a “cazar” los mosquitos y moscas que pululan por el patio de luces. Sus acrobacias ––potencia y belleza unidas––, me recuerdan el vuelo de un avión de caza: planean, se dejan caer en picado, elevan el vuelo… Cuando parece que van a chocar con un edificio, giran con gran maestría para elevarse de nuevo… ¡Realmente, saben volar con el mínimo esfuerzo!
Uno de los miembros de la “familia” que este año anida en el alero de mi tejado, es descendiente de la primera pareja que, avanzada ya la primavera, llegó desde la lejana África, hace casi 20 años… ¡Increíble! ¿Cómo pueden localizar la zona ––con milimétrica precisión––, el lugar exacto de la ciudad, el edificio, el nido del año pasado…? ¡Manifiesto mi asombro ante semejante fenómeno!
Algunas tardes, aproximadamente a finales del mes de junio, se escucha la llamada imperiosa de las crías, reclamando de sus atareados padres el alimento… Se nota, por las muchas visitas que hacen al nido, que la alimentación de sus pequeños exige de ellos una mayor dedicación… ¡Deben quedar exhaustos, al final del día!
Nuestro gran poeta, Gustavo Adolfo Bécquer, admirando como yo el vuelo de las golondrinas y su periódica y primaveral llegada, vio en estos pájaros a los mensajeros del amor. Estoy seguro que, cuando compuso su poema en el que las golondrinas son “mensajeros” y “testigos” del amor, se encontraba inmerso en un estado de profunda melancolía; quizá viviendo el punzante dolor de un desamor… La primera estrofa, dice así:

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Hoy, pasado ya el tiempo de cría, he visto salir del nido a seis golondrinas… Pienso que son los padres y cuatro polluelos que, algo torpes aún, intentan volar siguiendo a sus progenitores. Así, en este acelerado aprendizaje, permanecerán por estas tierras un par de semanas más. Después, una vez dominen el vuelo, marcharán todos hacia el Sur, hasta que la próxima primavera llegue…
¡Se han marchado muy de mañana! Después de unirse ––en un poste del tendido eléctrico–– a un numeroso grupo que se fue formando durante la madrugada, todas han volado en dirección al Sur. Pienso que este preciso momento ––el de la partida–– fue el que inspiró al poeta…

«…pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!»

No sé si estaré aquí para ver el regreso de las golondrinas; no sé si ellas ––cuando las observo desde mi terraza–– me recordarán, al igual que recuerdan el lugar en donde está su nido…
Lo verdaderamente importante, es el cíclico regreso de estas pequeñas aves precursoras del verano; viajeras infatigables que, movidas por un misterioso mecanismo, nos anuncian con sus breves y sonoros trinos su llegada desde el caluroso Sur.
Mientras aniden en el alero de mi tejado y pueda escucharlas, recordare el inicio del poema:

«Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán…»


© 2010 Fernando J. M. Domínguez González

domingo, 16 de mayo de 2010

EL CONSEJO DEL RABINO

EL CONSEJO DEL RABINO

(Adaptación de un antiguo cuento ucraniano)

¡Josef no puede más!

Ha pedido consejo a casi todos sus familiares y amigos, sin obtener una respuesta que le satisfaga.

Apenas amanece, se dirige a casa del rabino para pedirle consejo. «Quizá él, profundo conocedor del Talmud, pueda darme un consejo que termine con mis problemas», se dice Josef esperanzado.

Apenas ha dado dos golpes en la puerta, aparece el rabino con rostro cansado…

––¿Qué sucede Josef? ––pregunta el religioso, sin ocultar su disgusto por haber sido despertado tan temprano.

––Te ruego me perdones por haberte molestado, pero no puedo soportar más la situación ––confiesa Josef con voz temblorosa––. Desde hace algún tiempo, me resulta imposible vivir en mi casa. Somos diez de familia y, sinceramente, la situación se ha vuelto insoportable. Mi casa, como bien sabes, no es muy grande y apenas podemos movernos sin tropezar los unos con los otros. ¿Qué me puedes aconsejar?

El rabino observa las profundas ojeras de Josef, muestra inequívoca de su falta de descanso. Después, invitando al recién llegado a sentarse, el religioso hojea el Talmud en busca de respuesta.

––¡Veamos! ––exclama el rabino, mientras parece leer un pasaje del libro sagrado–– ¿Tienes vaca?

¡Sí! ––contesta Josef con rapidez––. Una tengo que da bastante leche, además de regalarme un ternero cada año.

––Según el Talmud ––dice el rabino–– debes meter al animal en casa.

Extrañado por el consejo, pero confiando ciegamente en el rabino, Josef mete la vaca en casa. El animal, inquieto por el cambio de hogar, no deja de moverse por la sala y la cocina, dejando numerosas muestras de su actividad defecadora por doquier.

––¡Rabino! ––Josef exclama––. Antes vivíamos apretados e incómodos, pero con la vaca en casa, apenas podemos movernos. ¡La situación sigue siendo insoportable!

––¿Tienes ovejas? ––pregunta el rabino, leyendo otro pasaje del Talmud.

––¡Sí! ––contesta Josef––. Cinco tengo que nos proporcionan leche y abundante lana, además de algún cordero para la celebración de la Pascua.

––¡Mételas en casa! ––ordena el rabino, cerrando el Talmud.

Las ovejas y la vaca, ahora recorriendo la casa, apenas dejan espacio para moverse…

––¡Rabino! ––Josef, sigue mostrando profundas ojeras por la falta de descanso––. Si bien no dudo de la sabiduría del Talmud, ahora apenas podemos movernos y la suciedad de los animales hace irrespirable el aire de nuestro hogar.

El rabino, consultando de nuevo el Talmud, pregunta:

––¿Tienes gallinas?

––Ocho tengo que buenas ponedoras son ––contesta Josef.

––¡Mételas en casa, también! ––el rabino cierra el Talmud, después de hacer una ligera reverencia.

Apenas han pasado dos días, cuando Josef llama de nuevo a la puerta del rabino…

––De nuevo te pido perdón por las molestias, pero después de meter las gallinas en casa, la situación se ha hecho mucho más insoportable… ¡No aguanto más, rabino!

El religioso, tomando el libro sagrado de la estantería, lee con detenimiento una de su amarillentas páginas...

––Saca la vaca de casa y vuelve a instalarla en su cuadra ––el rabino cierra el Talmud.

Han transcurrido apenas cinco días, cuando Josef llama de nuevo a la puerta del rabino…

––¡Mucho mejor que antes, rabino! ––exclama con rostro sonriente Josef––Desde que la vaca está en su cuadra, vivimos mucho más cómodos y la situación ha dejado de ser tan insoportable.

––¡Bien! ––exclama el rabino––. Saca las ovejas de casa para su cuadra y, pasados unos días, ven de nuevo a visitarme.

Una semana después, regresa Josef a la casa del rabino…

––¿Cómo está la situación? ––pregunta el religioso, al abrir la puerta.

––¡Mucho mejor, rabino! Ahora puedo dormir y mi hogar me parece mucho más confortable… ¡No sabes cómo agradezco tus sabios consejos!

––Ahora, amigo Josef, deberás sacar de tu casa a las gallinas para su antiguo corral ––el rabino ha cerrado el Talmud con reverencia––. Cuando vayas a la Sinagoga, este sábado, me comentarás cómo está la situación… ¿De acuerdo?

Josef, como cada sábado, acude a la vieja Sinagoga, para los oficios religiosos… A la salida, cuando se despide del rabino en las escaleras, éste le pregunta:

––¿Cómo te encuentras, después de haber sacado a todos los animales de tu casa?

Josef, con una abierta sonrisa que demuestra su felicidad, le contesta:

––Gracias doy al Dios de Abraham por haber inspirado el sagrado Talmud. También te doy gracias a ti, rabino, por haberme dado tan sabios consejos. ¡Realmente, nunca he estado tan a gusto en mi hogar!

© 2010 – Fernando J. M. Domínguez González

jueves, 28 de enero de 2010

¿ERES LÍBRE?

Eres libre para creer que el ser humano es producto del deseo de un determinado dios o de la evolución. Pero… ¿tiene realmente importancia?

Eres libre para dudar de todo lo que expone la llamada ciencia.
Eres libre para creer ciegamente en los dogmas.
Eres libre para debatir todas las ideas.
Eres libre para vivir o morir, cómo y cuándo tú lo decidas.
Eres libre para vivir en soledad o en compañía.
Eres libre para procrear o no hacerlo.
Eres libre para cultivar tu intelecto.
Eres libre para cultivar tu espíritu.
Eres libre para creer o no en el amor.
Eres libre para amar u odiar a tus semejantes.
Eres libre para creer en un determinado dios.
Eres libre para dudar de su existencia.
Eres libre para hacerte preguntas.
Eres libre para buscar respuestas.
Eres libre para ser feliz.
Eres libre para ser desgraciado.
Eres libre para creer en la amistad.
Eres libre para escoger a tus amigos.
Eres libre para ser de derechas o de izquierdas.
Eres libre para soñar.
Eres libre para sufrir.
Eres libre para trabajar o no hacerlo.
Eres libre para usar tu libertad.
Pero, recuerda siempre que tu libertad nunca debe negar la mía… ¡Yo también soy libre!


© 2003 - Fernando J. M. Domínguez González

jueves, 21 de enero de 2010

LA CONFIDENCIA (NOVELA CORTA)

El amor tiene mil rostros… ¡Incluso el de la locura!

Isabel, la vieja y fiel criada, les había llamado a todos el día anterior. Su padre, aquel hombre que parecía gozar de una eterna salud de hierro, había entrado en coma, después de una repentina y extraña enfermedad.

Después de varios días, cuando el final parece acercarse, toda la familia está rodeando el lecho del moribundo. La respiración entrecortada y ruidosa, parece seguir el mismo ritmo que la salmodia del sacerdote, que le unge con los santos óleos.

Presiente que la vida escapa de su cuerpo e intenta abrir los ojos. En la antesala de la pérdida de consciencia, como en una gigantesca pantalla, las escenas de su pasado desfilan nítidas y veloces...

––¡No seas estúpido! –– su madre le recrimina con voz agria––. Ella es la que quiero para madre de mis nietos. ¡Ninguna otra en el pueblo tiene semejante dote! ¡Sus tierras y las nuestras, unidas por vuestro matrimonio, serán la envidia de todos!

––Siempre repites lo mismo ––responde él con rostro triste––. ¡Solamente piensas en las tierras, pero nunca me preguntas si estoy enamorado de ella!

––¡Enamorado! ¡Tonterías de adolescentes! ––dice su madre saliendo de la sala.

¡Fue una batalla perdida! Se casó con la mujer elegida por su madre, tuvieron tres hijos y vivieron juntos muchos años sin ser felices ni uno sólo. Con el paso del tiempo, gracias a la mansedumbre de su mujer, la situación no fue a peor. Aún queriendo discutir con ella, como cruel ejercicio de venganza injustificada, resultaba imposible hacerlo. La eterna sonrisa y la lágrima pronta, nunca le permitieron llegar más allá. Al final, cansado y enfurecido por no poder sacarla de sus casillas, descargaba su furia en el ganado.

Los años de criar hijos fueron dejando marcas en su cuerpo antaño lozano y hermoso. Después del tercero «¡maldito crío que llora todas y cada una de las noches!», piensa él en voz alta, sus caderas se redondearon y sus pechos, antes turgentes y hermosos, se convirtieron en fláccidos atributos bajo la blusa.

Él, cabello prematuramente blanco, continúa manteniendo aquel tipo gallardo por el que suspiraban las mozas del lugar. De mediana estatura, fornido y de tez morena, podría pasar por un cincuentón, pero, en realidad, los setenta ya han pasado hace tiempo.

«Miserere nobis»… El cura, sotana raída y estola morada sobre el cuello, sigue entonando la triste salmodia por los moribundos...

Su hermano, hijos, nueras y el nieto mayor, continúan de pie al lado del lecho, esperando un final que parece no llegar nunca, a pesar de tan prolongada agonía.

––¡No tienes amor propio! ––exclama enfurecido––. Otra mujer, después de todo lo que te digo, se hubiese marchado de casa o cortado mi cuello mientras duermo.

Como ajena a sus palabras, ella continúa lavando los cacharros en aquella gran tina de zinc que, indistintamente puede ser: depósito de carne picada en la matanza, baño para los más pequeños o lavadero de ropa. Sus ojos, sin mirar al hombre, son como de cristal líquido. Las lágrimas, resbalando por surcos trazados por el tiempo y los sufrimientos, caen lentamente en la tina.

El primer hijo, después de un parto laborioso, sale a la luz en una fría madrugada de invierno. Cuando lo sostiene en sus fuertes brazos, descubre sensaciones, hasta entonces desconocidas. Aquel cuerpecito, caliente y diminuto, parece despertar en él la ternura escondida bajo su eterna rudeza. Por unos momentos, la observa allí en el lecho, rendida después del esfuerzo del parto.

Su rostro, iluminado por el candil de gas, es realmente bello. Su pecho, hermoso y erguido, se eleva rítmicamente bajo la ropa de cama. Por un momento, piensa en acercarse y darle un beso por el regalo del hijo. Después, pensándolo mejor, se dice que sólo ha cumplido con su obligación: «¿Para qué están las mujeres en el mundo, sino para parir y dar placer?»

«Ego te absolvo…» La salmodia del viejo cura parece no tener fin. Lo mismo hace la señal de la cruz sobre la frente del moribundo con los oleos, como lanza una fina lluvia de agua bendita sobre el lecho.

––Nunca conocí la verdadera razón de casarte conmigo. ¿Si no me querías por qué lo hiciste? ¿Fue solamente por mis tierras? ––pregunta ella a punto de llorar.

––¿Acaso no he sido un buen marido para ti? ––evita siempre contestar a las preguntas––. ¿Te ha faltado algo? ¿No tienes todo lo que necesitas?

––Me ha faltado lo que nunca me diste: ¡amor! ¡Ternura!

––¡Tonterías de mujeres! ––exclama airado saliendo de la cocina––. Lo único que necesitáis es estar preñadas para sentiros útiles. Lo demás… ¡Bobadas!

«In nomi patris…» El cura, después de casi una hora de plegarias, óleos y vueltas alrededor de la cama, ha dado por terminado aquel ritual, antesala del fin. Se queda un momento mirando para el moribundo. Mueve la cabeza en un gesto de incredulidad. Después de saludar con una ligera inclinación a los presentes, se retira.

La respiración del moribundo, parece ahora más sosegada...

Lentamente, sin apenas hacer ruido, los familiares abandonan la habitación en penumbra hacia la gran sala calentada por la chispeante chimenea. Solamente una mujer, unos treinta años, figura esbelta y rostro triste, permanece a la cabecera del moribundo. Lentamente, como con temor, va acercando su mano al rostro sin afeitar.

***

La mira con desdén, mientras ella gime de dolor…

––¡Deja de llorar cada vez que te llamo tonta! ¡Lo eres y ¡basta! ––le dice bruscamente––. Lo único que sabes hacer es gemir por todo y para todo.

––Estoy enferma y quisiera ver a don Julián. Hace mucho que tengo fuertes dolores en el vientre. ¡Hace ya mucho tiempo que los sufro!

––¡Por mí como si te duelen las muelas! ––exclama él––. Mejor gastaría el dinero en vino tinto que dar un duro a ese matasanos. En fin... ¡si quieres ir al médico, hazlo de una vez!

En invierno, cuando los árboles de la huerta agitaban sus desnudas ramas con el frío viento del norte, se marchó para siempre. En silencio, como siempre había vivido... Apenas estuvo unos pocos días en cama.

Él, después del entierro, cerró la puerta de su habitación para no ver a nadie. Sus hijos, en la sala contigua, recibieron el obligado duelo de las gentes del pueblo.

Después de unos días, volvió a salir al campo. Casi con el alba, acompañado del viejo y renqueante mastín, recorre las fincas en donde pastan las vacas y unas pocas cabras. Apenas come… Solamente bebe de aquel vino tinto, espeso y rojizo, en el que parece querer ahogar sus remordimientos.

El mastín, acostumbrado a las pocas palabras y repentinos cambios de humor del amo, se mantiene a una prudencial distancia, temiendo una inminente patada o el golpe del bastón sobre su lomo.

Él, gorra ladeada, marcha con paso ágil por los vericuetos flanqueados por las zarzas quemadas por la reciente helada. En la copa de un viejo roble, coronado por la bruma de la mañana, le parece ver una figura.

Se para y, con la mano derecha a guisa de visera, aguza la vista hacia lo alto del soto. Otra vez, ahora un poco más claro, le parece ver una figura de mujer como escondida entre los matojos que rodean al árbol.

El mastín, sentado a su lado, sacudiendo las garrapatas que le torturan en las orejas rotas por mil correrías de caza, observa al amo.

Camina despacio, la mirada puesta en el viejo roble, decidido a saber si lo visto entre la bruma es real o solamente producto de aquella extraña luz de la mañana. El roble, más de un metro de diámetro y con enormes y viejos muñones mirando al cielo, parece observarle desde lo alto. Según sube la cuesta, la bruma se va disipando con el naciente sol...

Nada hay en la copa del roble ni en sus alrededores, salvo algunas cáscaras de bellota roídas por los jabalíes hace ya algún tiempo. Baja de nuevo a la vereda para continuar la marcha. El mastín, siempre un paso detrás del malhumorado amo…

El carillón de la iglesia, puntual como siempre, desgrana las doce del mediodía. Su sonido, repetido por cien ecos en las montañas, es la milenaria señal para el yantar. Las chimeneas, penachos de humo gris coronándolas, semejan faros entre la persistente niebla de la mañana.

En el sendero que discurre entre viñedos, se encuentra con algunos vecinos que regresan de las labores del campo. Las gorras, levantadas por manos morenas de sol y sucias de tierra, saludan a su paso. Sin mediar una sola palabra, acelera su marcha deseando evitar toda conversación.

El mastín, cansado ya del largo paseo, arrastra la pata trasera izquierda, recuerdo de viejas batallas de caza.

***

La mano, como con temor, vuelve a acariciar aquel rostro cubierto de cerrada y blanca barba. Esta vez, los ojos del viejo parecen reconocer a la que está al lado de su lecho.

––Luisa... Luisa ¿Qué haces aquí? ¡No puede ser! ¡Estás muerta!

Claudia, su hija, no puede contener las lágrimas. Lentamente, separa la mano de la mejilla del viejo.

––Nunca supiste apreciar lo que tenías ––quien así le recrimina es su hermano menor.

––¿Qué tuve? ¿Una mujer que me impusieron para tener más tierras? Sabes que nunca la quise ––exclama enojado––. Bueno, cuando nació nuestro primer hijo sentí algo por ella. Seguramente fue agradecimiento por darme un varón. ¡Otra cosa no creo!

––Siempre has sido extremadamente cruel y déspota con todos los que te rodean. Eres el hombre más rudo que jamás he conocido ––apostilla su hermano levantándose.

––¡Mete tus narices en la botica! ––él también se levanta––. ¡Tienes los sesos reblandecidos por los muchos libros leídos!

La respiración, suave y acompasada, indica que el moribundo duerme ahora plácidamente. La gravedad de los pasados días, de manera inexplicable, parece haber remitido.

Uno de los hijos, asomando la cabeza, escudriña el lecho apenas iluminado por la mortecina lámpara...

––Realmente, no sé cómo puede aguantar tanto tiempo. El médico nos habló de apenas un día…

––Parece que estáis impacientes por su muerte ––le dice su hermana, mirando por la ventana.

––¿Acaso tú, después de todo lo que pasó nuestra madre con él, sientes algo por esta bestia? ––quien así habla es su hermano mayor.

***

Con la escopeta al hombro y acompañado por el mastín, sube la ladera casi en completa oscuridad. Aún faltan casi dos horas para que amanezca.

La caza, diversión de sangre y gemidos de animal herido, es lo que más le gusta, además de las largas partidas de naipes y dominó en la taberna. En el monte, rodeado de árboles y acompañado del viejo can, se siente dueño y señor.

El mastín, tocando casi el suelo con su hocico, parece haber encontrado algún rastro.

La escopeta cargada por si la presa se presenta de improviso, cuelga de su hombro. De pronto, la misma figura de la vez anterior parece hacer algún tipo de señal desde la copa del viejo árbol. Ahora semeja ser la vacilante luz de un candil, invitándole a subir.

Curioso, pero al mismo tiempo temeroso de lo desconocido, va adaptando su marcha a la luz del amanecer. El sol, asomando ya por la cresta de Peña Fría, anuncia su corto periplo de invierno. Pocos pasos faltan para llegar al viejo roble

El mastín, como presintiendo algo fuera de lo normal, tiene erizado el pelo de su lomo y recula unos pasos.

––¿Tienes miedo, viejo tonto? ––le dice dándole una palmada en el lomo.

Él, con cierto temor, deseando comprobar lo que parece haber visto en el roble, empuña decidido la escopeta y sigue. El árbol, ahora iluminado por los primeros rayos del sol, nada tiene en su copa salvo ramas secas y los restos de un viejo nido de urraca.

***

En la cocina, Isabel, la anciana criada, se afana en preparar la cena.

––Yo, de seguir padre mejorando, tendré que marchar a impartir mis clases en la universidad. No puedo pedir más días libres ––es el hijo mayor quien así habla.

––Realmente, si se mantiene como está ahora, yo también tendré que marchar mañana. No puedo dejar a mi mujer sola en la tienda y con los críos ––el segundo, habla mirando a su hermana.

––Podéis marchar todos cuando os de la gana ––Isabel mira a sus hermanos enfadada––. Yo me quedaré hasta que sane o muera. ¡Alguien debe hacerlo! ¿No os parece? ¡Es lo menos que podemos hacer por él!

El enfermo, con los movimientos bruscos de su brazo derecho, se ha destapado casi por completo. Está sudando y, de vez en cuando, pronuncia alguna palabra incomprensible.

Ella, está sentada a los pies de la cama cuando abre los ojos del todo. La mirada, con un extraño brillo, se posa sobre la joven medio difuminada en la penumbra de la habitación.

––Luisa… Luisa… ¡No puedes ser tú!

––Soy Claudia, padre. Has estado muy mal hasta esta mañana. Temimos por tu vida...

––¿Qué haces aquí, Claudia? Hace mucho tiempo que no venías a verme. Desde que tu madre…

––Desde que tú la dejaste morir, padre. ¡Nunca olvidaré lo cruel que fuiste con ella!

El viejo, haciendo un esfuerzo como queriendo incorporarse en el lecho, mira a su hija y grita:

––¡Isabel! ¡Isabel! ––la llamada es para la vieja criada que se afana en pelar un pollo en la cocina, después de desangrarlo de un rápido tajo en el pescuezo.

––¿Qué desea? ––la vieja tiembla al escuchar la voz del patrón.

––No quiero que nadie me atienda sino tú ––dice señalando a su hija que sale de la habitación.

En la cocina, las dos terminan de preparar la cena. Isabel, acariciando el largo cabello de Claudia, dice:

––¡No le hagas caso! Ya sabes cómo es. Morirá siendo el mismo de siempre. En el fondo siente algo muy especial por ti… ¡Estoy segura!

––¡Sigues estando ciega, Isabel! ––Claudia exclama––. Nunca supo ni quiso amar a nadie. Para él, solamente existe el «yo». Lo demás no cuenta para nada.

El viejo, sentado en la cama, acerca más la lámpara. Hurga en el cajón de la mesilla de noche y saca un viejo álbum de fotos. En la primera página, con una dorada orla, están las de su boda. Con traje de pana y sombrero gris, posa al lado de la esbelta mujer vestida de blanco. Una diadema de nardos ciñe su larga cabellera. Tras ellos, una mujer de rasgos duros, parece estar en actitud vigilante. Aquel día, viuda hacía ya diez años, fue a la boda de riguroso luto. El único detalle que lo rompió, fue un pequeño ramito de violetas en su pecho. Todo lo demás en ella, era oscuro como sus grandes ojos de águila al acecho…

Él, cara de circunstancias, parecía estar mirando al infinito...

La joven novia, risueña y sin saber lo que el destino le deparaba, mira con ojos enamorados al mozo con traje de pana que la tiene cogida del brazo.

La noche de bodas, por algo son terratenientes, la pasarán en una pensión de la capital.

Después de terminada la gran comida familiar, bajo la parra llena a rebosar de racimos casi maduros, toman el tren camino de la capital. Él, vestido con el traje de pana de la boda y ella con un traje sastre. Mientras el tren camina dejando atrás el pequeño apeadero, no pronuncian palabra. Ella, inocente a sus dieciocho años recién cumplidos, achaca aquel largo silencio a las emociones del día y a la seriedad del que ahora es su marido.

Él, la mirada perdida en el horizonte, está pensando en las tierras que ahora podrá añadir a las suyas como dote por el casorio con aquella hembra joven, pero tonta y sentimental. «¡Nunca perdonaré a mi madre este matrimonio!», se dice.

En la capital, tranvías rechinando por las empinadas calles, se hospedan en una fonda cercana a la estación.

––¿En qué piensas? ––pregunta ella acercándose a la ventana.

––¡No pienso en nada! ––exclama sin mirarla––. No sé que hacemos aquí con la cantidad de labores que tengo pendientes en el campo.

––Solamente estaremos un día ––ella le habla mimosa––. Mañana ya regresaremos. ¡Olvida el trabajo en un día de fiesta como hoy!

––¿Qué tiene un día como hoy? ––vuelve a elevar la voz––. Nos hemos casado y eso no quiere decir que vayamos a estar de luna de miel siempre. En el campo siempre hay cosas que hacer. ¡Tú lo sabes igual que yo!

Salen a dar una vuelta por la ciudad. Ella, orgullosa del buen mozo que lleva a su lado. Él, mirando a todas las mujeres que pasan... «¡Estas son mujeres y no esta mosca muerta que seguro desconoce lo que un hombre espera de ella!».

Cuando llega la noche, Luisa no sabe qué hacer... Es consciente de que debe aceptar, sin protestas, los deseos de su marido, pero, inexperta al fin y al cabo, siente temor de no estar a la altura de lo que él espera de ella.

Siente una gran vergüenza, al pensar que él la verá desnuda y espera a que él ya esté en cama. Después, cubierta con el largo camisón rosa que solamente deja ver sus pies, se introduce muy despacio en el lecho.

Lentamente, con temor, se va acercando al cálido cuerpo del hombre que está de espaldas a ella. Duda antes de acariciar, con una mano, aquel cabello rizado que tanto le gusta; con la otra, recorre el velloso pecho. Sus caricias son tímidas, temiendo no hacerlo bien.

Él, se siente un poco molesto por haber sido ella la que ha tomado la iniciativa. Lentamente, va sintiendo como su cuerpo la desea. Se da la vuelta. Se miran y ella cierra sus ojos esperando las caricias del hombre mientras tiembla...

Las manos, encallecidas y recias, apenas pasan rozando su piel. De pronto, la eleva sobre sí y la pone a horcajadas sobre él. No hay caricias, ni palabras… Con brusco hacer, la toma por primera vez.

Luisa, penetrada bruscamente, siente un fuerte dolor y aprieta sus labios para no gritar. Él, como teniendo prisa por terminar, no deja de jadear e imprimir a sus bruscos movimientos un ritmo cada vez más rápido. Tras breve tiempo, los gemidos y jadeos se van apagando, mientras los ruidos de la calle parecen aumentar. Un tranvía, en la cercana parada, chirría al frenar. Más lejos, el pitido de un tren...

Dolorida por aquella primera experiencia, se da la vuelta y solloza en silencio, mientras la respiración del hombre se va volviendo más profunda...

Por la mañana, cuando los primeros ruidos de la calle la despiertan, ve como él, con la cara enjabonada, está afilando la navaja para afeitarse.

––¿Has dormido bien? ¿Te ha gustado hacer el amor conmigo? –– pregunta ella con evidente ingenuidad.

––No he dormido ni bien ni mal. ¡Como siempre! ––la respuesta es brusca––. Me irá gustando más hacerlo contigo según nos vayamos conociendo. ¡Ya lo verás!

––Podríamos quedarnos unos días más en la ciudad ¿No crees? –– pregunta mimosa.

––¡No! ––la respuesta es tajante––. Dentro de dos horas sale el tren y lo tomaremos.

La pregunta, sale tímidamente de su boca:

––¿Me quieres?

––¡No preguntes tonterías, mujer! ¿Acaso tengo que quererte para que seas mi mujer? Lo único que ahora importa es que estamos casados –– parece disfrutar humillándola––. Cuando lleguen hijos los criarás, sin olvidar cuidar a mi madre.

La joven, sin comprender la razón de tan brusca y airada respuesta, se levanta del lecho y se viste. Está a punto de llorar, pero pugna por no hacerlo.

***

La criada, con preocupación, le dice:

––Tu padre aún está muy débil. Lo mejor será llamar al médico para que lo vea y le recete algo para fortalecerse ––Isabel la mira esperando su asentimiento.

––Ve tú a llamarlo ––Claudia está mirando por la ventana––. Yo cuidaré de la casa mientras vuelves.

El viejo, con el álbum de gastadas tapas entre las manos, sigue observando las ya amarillentas fotos. Una de ellas, pequeña y de forma triangular, es la de un bebé en los brazos de una madre sonriente y orgullosa, sentada sobre la mesa camilla del fotógrafo del pueblo. Parido el primer hijo, tiene una sonrisa de triunfo en los labios. La siguiente, más grande, refleja el rostro de dos mujeres con otro niño de apenas meses.

Luisa, con el segundo hijo en su regazo, tiene un gesto de temor en el rostro, como si intuyese que no bastarán los hijos para que la ame como ella desea. Empieza a pensar que, a pesar de darle hijos, él nunca la amará como ella soñó cuando se casaron.

––¿Quieres algo, padre? ––Claudia se asoma a la puerta de la habitación.

––¿Aun estás ahí? ––la mira con rostro serio––. ¿Dónde está Isabel?

––Fue a buscar al médico.

El viejo, dejando el álbum de fotos sobre la cama, se queda mirando fijamente a su hija. «Los ojos son los de su madre, pero la mirada, esa mirada directa y sin miedo, es mía», piensa.

––¿En qué piensas, padre? ––Claudia entra en la alcoba y coloca bien la colcha sobre la cama.

––Estaba recordando algo del pasado, al contemplarte ahí en la puerta ––contesta esquivo.

––Seguro que sé lo que recordabas ––contesta ella––. Estabas pensando en madre. Seguro que sientes remordimientos ahora que te encuentras sólo y viejo.

Él, como no escuchándola, vuelve a hojear el álbum…

Ella, curiosa, se acerca.

––Esa soy yo con madre en la vendimia del 48 ––dice observando una vieja foto.

––No es la del 48. Aquí ya tienes dos años y pareces un niño revoltoso ––un atisbo de ternura se detecta en su voz––. Nunca fuiste una niña de muñecas. Te gustaba más caminar por el monte con el ganado, ir de pesca, salir con el perro, o buscar nidos e ir de caza conmigo.

No puede evitar una sonrisa al escuchar las palabras del viejo. Lo que dice es cierto y, realmente, nunca la trató como a una niña. Para él, siempre fue el tercer hijo varón.

––¿No será que tú nunca quisiste que fuese una niña? ––pregunta ella mirándole.

––Para mujeres ya teníamos a tu abuela y también... ––parece dudar antes de terminar la frase.

––¡Nómbrala de una vez! ¡A mi madre! ––termina Claudia con rabia.

––Si... ¡A tu madre! ––finaliza él.

––Parece que tienes miedo a nombrarla. ¿Tanto te remuerde la conciencia?

El viejo calla y dándole la espalda finge estar cansado y querer dormir de nuevo.

«¡Debería haberse muerto él mil veces, antes que madre!», piensa Claudia abandonando la habitación. La rabia acude otra vez, ahogando la poca ternura que los recuerdos han despertado, momentos antes.

Isabel, la criada, llega acompañada por el médico.

Cuando el viejo les ve, monta en cólera.

––¿Quién te ha mandado venir? ––medio se incorpora en el lecho––. ¿Quieres certificar acaso mi defunción?

––¡No seas bruto, hombre! ––el médico pone el maletín sobre la cama ––. Vengo a reconocerte y ver cómo estás después del susto de estos días pasados.

Después de examinarlo, el médico se reúne con Isabel y Claudia en la cocina.

––¡No tengo ninguna explicación! ––exclama admirado––. Apenas puedo creer que se encuentre bien. Está como un roble, en cuanto descanse un par de días, lo veremos cazando por la montaña de nuevo.

Claudia, al escuchar el diagnostico del médico, va a su habitación para preparar sus cosas. Saldrá a la mañana siguiente en el primer tren para la ciudad. Ahora ya sabe que su padre está bien y no corre peligro. Ella, tiene que regresar a su escuela.

A mediodía, aprovecha que él está comiendo en cama, para decírselo.

––Mañana me marcho ––observa su rostro esperando ver alguna reacción en él––. Tengo que seguir dando mis clases. La compañera que me suple, ha terminado sus vacaciones.

––¿Tanta prisa tienes por perderme de vista? ––gruñe él, sin levantar la vista.

Está a punto de descargar sobre él toda la amargura guardada durante tantos años, pero se contiene...

––Nunca, desde que tengo recuerdos, he escuchado una frase cariñosa de tus labios. No la tuviste para madre ni para tus hijos. ¿Cómo pretendes que estemos bien a tu lado? Mis hermanos se han marchado mucho antes al ver que no morías...

El viejo deja de masticar para mirarla con los ojos entornados…

––Todas esas sensiblerías sin sentido las habéis aprendido de vuestra madre y en los libros… ¡Demasiados libros! ––exclama––. Yo siempre quise que crecierais en el campo, como yo. Vuestra madre tuvo la culpa al insistir tanto en daros una carrera.

––¡Ella siempre deseó lo mejor para nosotros! ––Claudia le echa en cara––. ¿Nunca has tenido, necesidad de cariño, padre? ¿De ternura? ¿Nunca te has preocupado por los sentimientos de los demás?

Él, masticando de nuevo, no contesta...

Claudia, en su habitación, recuerda la imagen de su madre tendiendo la ropa en el galpón cercano a la cuadra. Su cara, en los últimos años excesivamente arrugada por el trabajo y la cruel enfermedad, desprendía siempre aquella dulzura que ella nunca podrá olvidar. Por ninguna razón, pasara lo que pasara, dejaban sus ojos de sonreír...

Recuerda los meses de verano, la vuelta del internado, cuando pasaba largas horas en su compañía. ¡Nunca había sido tan feliz!

Algunas veces, el viejo se empeñaba en que fuera con él a los prados o de caza. Su madre, con un gesto cariñoso, la empujaba a complacerle. ¡Ella, siempre quería evitar los conflictos con él! ¡Siempre estaba pendiente de sus deseos y obligaba a sus hijos a que hicieran lo mismo!

Con sus hermanos apenas jugó. Un poco mayores que ella, pasaban el día entre la montaña y la aldea, jugando a bandidos. Tenían su pandilla, mientras que ella apenas conocía niñas de su edad. A pesar de ello, nunca echó de menos los juegos con otras niñas pues, su madre, siempre encontraba tiempo para jugar con ella. El desván, lleno de viejos baúles que eran fuente inagotable de sorpresas, era su refugio secreto. Allí, las dos muy juntas y riendo a carcajadas, lo revolvían todo para disfrazarse con viejos vestidos y zapatos de tacón alto…

La noche llega sin apenas darse cuenta. Los recuerdos siguen acudiendo en tropel...

En la cocina, Isabel está terminando de preparar la cena.

––¿Te marchas mañana? ––la mira con ternura. «¡Aún hace poco era una niña!», piensa.

––Sí. No tiene sentido quedarme por más tiempo. Ya sabes que tengo que atender mis clases. Además, padre ya está mucho mejor y fuera de peligro.

––Ahora es cuando más te necesita, Claudia ––Isabel acaricia los cabellos que tantas veces peinó cuando aún era una niña––. No es capaz de decirlo, pero, en el fondo, desea que estés con él. ¡Siempre has sido su preferida!

––¿Su preferida? Tú, Isabel, siempre lo has tenido por lo que no es –– Claudia parece enfadarse ante el comentario de la criada––. Él no necesita a nadie. No necesitó a madre, ni me necesita a mí. ¡Se basta él sólo!

––¡Estás muy equivocada, Claudia! ––Isabel insiste––. El te quiere con locura, pero a su extraña manera. No es hombre de palabras tiernas. ¡Estoy segura que te quiere muchísimo!

Claudia quiere terminar aquella conversación. Es inútil seguir hablando. Él, desde la habitación, seguramente está escuchando. «¿Qué estará pensando?», se pregunta Claudia mientras sale al porche.

Escuchándolas hablar en la cocina, piensa que si se muere lo hará sin haber dicho a su hija lo que desea, pero nunca fue capaz de expresar. También piensa, en su cerrazón de terco labriego, que para ser hombre hay que ser duro y no dejarse llevar por sensiblerías. Las tonterías y palabras bonitas, quedan para las mujeres. «¡Dios las hizo así de blandas!», se justifica.

Se sienta en el lecho y mira por la estrecha ventana que da al patio. Allá, en la cima del soto, el viejo roble parece estar rodeado de una luz especial, como invitándole a subir hasta él.

«¡Dichoso roble!», piensa. Nunca ha comprendido la razón de ver siempre cosas extrañas en aquel viejo y rugoso árbol. Muy especialmente después de la muerte de su mujer. Antes, nunca había tenido semejantes visiones.

En la sala, Claudia está leyendo cerca de la chimenea.

Él, con un raído abrigo sobre los hombros, la contemplaba desde el quicio de la puerta de su habitación.

––¿Qué haces levantado? ––exclama ella al escucharle toser––. Aún no estás del todo bien. Estarías mucho mejor en cama.

––Quiero que subas conmigo a la montaña, hasta el viejo roble, antes de marcharte ¿Lo harás? ––pregunta sin atreverse a sostener la mirada de su hija.

––No puedes ir al monte en este estado ––le recrimina ella––. Aún estás muy débil.

––¡Quiero que lo hagas por mi, Claudia! ––le suplica.

Se queda mirando para él. Sigue siendo tan tozudo como siempre y nadie le hará desistir de su empeño. ¡Lo sabe!

De nuevo en cama, después de haber recorrido la casa como queriendo comprobar que todo sigue en su lugar, vuelve a mirar hacia el viejo roble, allá en la cima del soto. De pronto, como si de un fogonazo se tratase, recuerda la escena con toda claridad... ¡Como si fuese ahora mismo!

***

Sus palabras son enérgicas. Mirándola, dice con voz fuerte:

––¡Nada me importa lo que diga mi madre! Tú eres la mujer que quiero para madre de mis hijos ––le dice mientras la estrecha contra su pecho.

Ella, una chiquilla de apenas quince años, apoya su cabeza en el fornido hombro del mozo. El rostro, adornado con dos rosetones rojos en las mejillas, por el frío de la tarde, refleja mucho amor.

––Si tu madre se entera que nos vemos ––dice temerosa––, hablará con mis padres. Ya sabes que no quieren disgustarla, por lo del préstamo que nos hizo para arreglar la casa.

––¡Mi madre no se casará contigo, sino yo! ––responde él––. Diga lo que diga, tú serás mi mujer.

Habla así queriendo convencerse a sí mismo. En realidad, teme a su madre y nunca se atrevería contrariarla. Ella, carácter firme y genio vivo, siempre sabe doblegarle.

Continúan abrazados bajo el roble, apoyando sus espaldas en él, hasta bien avanzada la tarde.

––¿Qué harás si tu madre se opone a lo nuestro? ––pregunta ella mirándole tiernamente.

Él, desviando la mirada de los azules ojos, observa el caserío allá en la hondonada... «¡No lo sé!», piensa.

A la sombra de aquel viejo roble, se han encontrado durante todo el tiempo de su clandestino noviazgo. Primero, al salir de la escuela, cuando eran unos críos; más tarde, cuando empezaron a llevar el ganado a pastar en ladera de la montaña. Ahora, pasado más de un año, se ven casi todos los días en aquel lugar sin saberlo sus padres.

Bajo las grandes ramas del árbol, testigo mudo del romance, se han iniciado en las caricias... Primero, tímidas y curiosas; más adelante, plenas de pasión adolescente, que les lleva a trazar nuevos caminos en sus cuerpos, ocultándose entre la frondosa vegetación del soto.

Como testigos solemnes de aquella pasión juvenil, actúan el viejo roble y los mirlos que, a comienzos de mayo, surcan el aire buscando ramas donde construir sus nidos a orillas de la cercana cascada.

Durante casi tres años, hasta que su madre descubrió el romance, se ven y aman allí, bajo los rugosos brazos del roble.

––¡Es la última vez que te ves con esa mocosa! Sus padres no tienen donde caerse muertos y yo tengo algo mejor pensado para ti ––sus ojos chispeantes y su rostro congestionado muestran a las claras el enfado que siente.

––¡Madre! ––le suplica––. Nos queremos desde que entramos en la escuela. No podré amar a otra chica que no fuese ella.

––¡Obedece! ––ordena ella cogiéndole por un brazo––. ¡Será lo que yo diga! ¿Qué sabes tú lo que te conviene? ¿Acaso piensas comer del amor? ¡Tonterías de críos sin seso!

¡No pueden verse más! Pasados algunos meses, se entera que sus padres la han enviado a casa de unos parientes, en la ciudad. Hasta después de estar ya casado con Luisa, no volvió a verla. Cuando la ve, a la salida de la misa dominical, va cogida del brazo de otro. Se saludan tímidamente con una ligera inclinación de cabeza. Fue la última vez que se vieron, pero, a pesar de los años, nunca dejó de pensar en ella y los apasionados encuentros bajo el centenario roble.

Se casa, llegan los hijos, pero no puede olvidar su amor primero. Cuando toma el cuerpo de Luisa, piensa en el viejo roble y en la frondosa hierba que le rodea, entre la que descubrió el amor.

***

Ha bajado las escaleras con energía. Parece haber rejuvenecido…

––¡Claudia! ––grita.

Está vestido con su ropa de caza: pantalones de pana ceñidos en el tobillo, altas botas, cazadora de piel y canana repleta de cartuchos cruzando su pecho. Al hombro, como guerrero dispuesto a la batalla, la recién engrasada escopeta de dos cañones.

El mastín, unos pasos atrás, parece sorprendido al volver a ver a su amo dispuesto a repetir correrías por el monte. Su estampa, a pesar de sus patas entumecidas por los años y las heridas, es esplendida. Su nariz, semejante a una gran trufa madura, está completamente húmeda. Su cola se mueve inquieta, esperando la orden de marcha.

Claudia, vestida con unos vaqueros y botas altas, baja las escaleras.

––¿No quieres llevar tu escopeta? ––pregunta él––. La he engrasado ayer.

––Ya sabes que nunca me gustó matar animales. Me gusta caminar por el monte. Por esta vez, te pido que no dispares. ¡Caminemos, simplemente! ¿De acuerdo?

Parece contrariado por la petición. Después, con un tono poco usual en él, dice:

––¡Sea cómo tú quieres! No dispararé a nada. ¡Si no es necesario! –– una picara sonrisa aflora a sus labios––. Si vemos un jabalí o un lobo, será otra cosa. ¿No?

Ella asiente con la cabeza y se une al grupo formado por amo y perro.

Suben la ladera despacio, disfrutando del aire fresco de la mañana. En la cima, cual eterno vigilante, el viejo roble parece invitarles a subir más de prisa.

––¿Te acuerdas cuando eras pequeña y venías conmigo? ––el viejo la mira de soslayo, como queriendo ver su reacción ante el recuerdo.

–– Si… Recuerdo que disparabas a todo lo que se movía. Mataste, por error, a nuestro perro que seguía un rastro entre los matorrales.

Aún recordaba el disgusto de su madre cuando supo lo del pobre perro. Lo había criado ella, apenas destetado prematuramente de su madre. Había sido, durante un tiempo, el mejor compañero de juegos para los niños.

Su padre, desangrado el pobre perro por la enorme herida, lo enterró bajo unas piedras del monte, cerca del camino que baja hacia el caserío. Ahora, precisamente, están pasando frente al lugar.

––Aquí está enterrado «Rojo» ––dice él señalando un pequeño montículo de piedras––. Fue un perro fiel, pero un poco tonto para la caza.

Ella, la mirada perdida en lo alto del cerro, parece ver aún al pequeño animal saltando tras la pelota que le lanzaban sus hermanos...

––He traído queso del que te gusta ––dice sentándose en el muro que bordea el camino––. Será mejor que descansemos aquí un rato para seguir después hasta la cima.

––Padre ––Claudia está de pie ante él––. ¿Qué quieres decirme respecto al viejo roble?

El viejo, mira hacia el árbol y no sabe cómo empezar la historia...

Nadie, excepto su madre y él, conocían lo ocurrido allí. Aquella historia nunca se la ha contado a nadie. Ahora, empujado por no sabe que extraña razón, desea contársela a su hija… «¿Ha reblandecido la pasada enfermedad, mi corazón?» Mirando a su hija, se da cuenta, una vez más, que es el vivo retrato de Luisa cuando se casaron.

––Hace mucho tiempo ––parece dudar antes de seguir––. Cuando aún no estaba casado con tu madre...

––¿Qué pasó? ––Claudia ha detectado un ligero temblor en la voz del viejo.

––Yo era muy joven y ella también. Nos conocíamos desde niños, desde la escuela. No sabría explicarte lo qué sentía exactamente por ella. Sabes cómo soy para estas cosas. Solamente sé que cuando estábamos juntos, el tiempo pasaba muy rápido. Los días que estábamos sin vernos, se hacían muy largos… ¡Muy largos!

El viejo parece haber olvidado que su hija está allí, atenta a su historia. Se queda en silencio durante un buen rato, mirando hacia la cumbre de la montaña.

––Cuando quisimos casarnos, mi madre se opuso y me obligó a hacerlo con tu madre. Ya sabes, cosas de tierras. Ella solamente pensaba en adquirir más y más… ¡Lo demás no le importaba!

Claudia, lo observaba atentamente. El tono de voz de su padre, contando aquella historia, le resultaba desconocido. ¡Extraño!

––Tu abuela, como siempre, ganó la partida y me obligó a casarme con tu madre ––termina él viejo.

Claudia, sin saber que decir, queda un rato en silencio.

Él, consciente de que la historia está afectando a su hija, la mira.

––Claudia ––dice admirando el largo cabello de la hija––. Yo nunca quise casarme con tu madre. Yo nunca estuve enamorado de ella...

Ella, con las lágrimas a punto de brotar, mira para otro lado queriendo ocultar su rostro.

––¿No pudiste, al menos, quererla de alguna manera? ––pregunta con tono airado––. ¿Después de tanto tiempo juntos, no fuiste capaz de quererla siquiera un poco, padre? Ella te amó mucho y te dio tres hijos.

El viejo calla durante un buen rato, la mirada perdida en el horizonte…

––Es cierto ––dice recordando a Luisa––. Me amó mucho y me dio hijos… ¡Te parió a ti!

––Nunca comprenderé todos los años de sufrimiento de mi madre a tu lado. Nunca escuché de tus labios una palabra amable o de cariño para con ella ––Claudia le recrimina––. Lo único que recuerdo es como la humillabas constantemente; como ella sufría en silencio.

Mira a su hija apoyado en la reluciente escopeta. Guarda silencio ante los reproches...

El mastín, aburrido por la falta de actividad, está husmeando en unos matorrales de los que huye en vuelo raso una asustada perdiz. El viejo, de manera instintiva, empuña el arma.

––¡Padre! Prometiste no cazar hoy ––Claudia le recuerda su promesa.

––Es cierto. Pero ya sabes que las mañas nunca se pierden, hija mía.

No recuerda la última vez que escuchó de boca de su padre aquellas palabras: «Hija mía». Quizás cuando era muy niña… ¡No lo recuerda!

Después de acabar sus estudios de magisterio y ganar las oposiciones, siempre fue «Claudia». Nunca le perdonó que no se quedase a vivir con él en el caserío. Para él, los estudios eran tonterías. Él, sin apenas más conocimientos que los rudimentos adquiridos en unos pocos años de escuela primaria, se había ganado siempre bien la vida.

Su hermano, junto con Luisa, siempre se confabularon para convencerle de que los chicos estudiasen en la capital.

El sol, ya por encima de las montañas de Fuente Fría, comienza a dejar sentir su calor. El mastín, entusiasmado por su éxito con la perdiz, continúa rastreando entre los matorrales de la ladera. De vez en cuando, regresa junto al amo, como buscando su aprobación.

Se levantan para seguir hasta la cima del soto, donde el viejo roble parece mucho más majestuoso que nunca.

––Padre ––está mirándole a la cara––. ¿Cómo era ella?

Él, parece recobrar el habla perdida hace un rato...

––¡Era casi una niña! ––exclama nostálgico––. Ambos teníamos quince o dieciséis años.

––¿La querías mucho? ––Claudia se asombra de lo fácil que le ha resultado hacer la pregunta.

––Mucho, Claudia, mucho ––Los ojos del viejo parecen humedecerse.

Están justo bajo los largos brazos del roble...

El viejo, la cara enrojecida por el esfuerzo de la subida y la mirada perdida en el horizonte, parece estar recordando escenas de hace ya mucho tiempo.

Claudia, sin conocer aún toda la historia, mira aquel rostro demudado, que nunca antes había visto así. «Realmente, se dice, debió amarla mucho».

El mastín ladra sin cesar...

El jabalí, con el hocico alzado y gruñendo fuertemente, está plantado delante del perro que, con el pelo del lomo totalmente erizado, no deja de ladrar.

El viejo empuña la escopeta sin dudarlo un instante. Apunta lentamente. El disparo, rompe en mil ecos la hasta entonces silenciosa mañana.

El jabalí, herido de muerte, tiene aún las suficientes fuerzas para una última embestida contra el viejo mastín. Éste, golpeado en la cabeza, se defiende valientemente hasta caer rodando por la ladera.

Otro disparo, esta vez más certero, remata al jabalí que cae casi a los pies de la asustada Claudia.

Dejando la escopeta, baja corriendo por la ladera hasta donde está el perro. El animal, malherido, se lame las sangrantes heridas de la pelea.

––¡Tonto y viejo! ––exclama mientras le acaricia––. ¿No sabes que él era más joven y fuerte que tú? ¡Nosotros ya no estamos para muchas peleas, amigo mío!

El perro, sorprendido por la inesperada ternura del siempre temido amo, se pone panza arriba al sentir sus caricias...

––El casarme con tu madre ––sigue explicando a una Claudia curiosa por conocer la historia––, fue algo que me impuso tu abuela. ¡Nunca se lo perdoné!

––¡Madre no tenía la culpa de vuestros negocios! Ella fue la víctima inocente de vuestro egoísmo. ¡La abuela fue quien te obligó a casarte! Erais tan brutos que pensabais que lo de menos era el amor, la ternura, quererse... Para vosotros lo único importante era y sigue siendo la tierra… ¡Maldita tierra!

Él la mira sin atreverse a contestar. En el fondo, sabe que es así, que Claudia tiene razón. Ha jurado una y mil veces no perdonar nunca a su madre por aquella decisión. También ha sentido rabia por no haber sabido rebelarse a tiempo contra la tiranía de aquella mujer posesiva y autoritaria. «¡Era tanto el miedo que tenía a aquella mujer de enormes y relucientes ojos negros!», piensa recordando a su madre.

Bajan por la vereda que bordea la ladera. El mediodía se anuncia ya inminente por la posición del sol. El reloj de la iglesia da las doce. Un grupo de labradores baja por el camino que bordea la montaña, por el otro lado de Fuente Fría.

El mastín, lamiendo sus recientes heridas, camina renqueante muy cerca del amo. La última batalla con el jabalí, parece haberle convencido de la definitiva tregua entre ambos.

Claudia, con una vara de abedul en la mano, que empuña cual guadaña, cercena con bruscos golpes todas las amapolas de la orilla del camino. Siente rabia y, a pesar de resistirse a reconocerlo, también algo de pena por aquel viejo aún erguido y orgulloso, a pesar de los años.

––¿Cómo pudiste vengarte en madre por algo que ella no hizo? –– pregunta indignada.

––No era venganza, Claudia. Era como si ella hubiese apartado de mi algo que yo amaba mucho. ¡Era una intrusa!

––Madre era una santa. Nunca tuvo otra preocupación que querernos a todos. ¡Incluido a ti que la matabas lentamente con tus desaires y palabrotas!

Está deseando llegar a casa para dejar de escucharla. En otros tiempos, la hubiese mandado callar con un fuerte grito, un cachete o un golpe de vara en el trasero. Ahora, sin ganas de pelear, lo único que desea es dejar de escuchar los reproches de su hija. ¡Dejar de recordar un pasado que no le gusta! ¡Dejar de pensar que todo lo hecho ya no tiene remedio!

Isabel, poniendo la mesa, les ve llegar por la ventana… «Son como dos gotas de agua en su manera de caminar», piensa.

Claudia, mientras su padre se cambia, entra en la cocina...

––¿Cómo va la comida, Isabel? ¡Tengo un apetito terrible!

––Claro, después de semejante caminata por el monte. ¿Qué tal la compañía? ––Isabel siente curiosidad.

Claudia prefiere no contestar y se hace la distraída.

El viejo entra en la cocina sin apenas hacer ruido. Parece estar muy interesado en escuchar la conversación entre ambas mujeres.

––¿Comemos o no? ––suelta con aspereza cuando Claudia le descubre apoyado en el quicio de la puerta.

––¡Ya casi está! ––contesta Isabel––. ¡Siempre con prisas!

Durante la comida, cocido humeante, apenas intercambian palabra. La presencia de Isabel, aun llevando muchos años en casa, impide continuar con las confidencias hechas en la montaña. ¡Y con los reproches!

El viejo mastín, tumbado bajo la mesa, asoma el hocico de vez en cuando, esperando su recompensa por la batalla librada en el soto.

El viejo, ocultando su mano bajo la mesa, le da un suculento hueso de cerdo con abundante carne pegada. El can, con algún esfuerzo inicial por falta de incisivos, rotos en cien peleas, se pone a la faena.

––¡No le eche huesos en el suelo! ––exclama Isabel enfadada––. Cuando acabemos ya le daré yo lo suyo. ¡Siempre hace lo mismo! ––dice buscando el apoyo de Claudia.

––No puede esperar, mujer ––contesta él––. Hoy se lo ha ganado peleando con un jabalí, como cuando era un joven cachorro. ¡No ha retrocedido ni un centímetro!

Claudia cuenta a Isabel la pelea, y los apuros del perro para escapar a los afilados colmillos del jabalí.

Después del café, Claudia se sienta cerca de la ventana. Puesta su mirada en la cima del soto, intenta imaginarse la escena de amor entre su padre y aquella chiquilla, al amparo del viejo roble… «¿Cómo sería mi padre entonces? ¿Cómo sería ella?»

Cuando termina el café, acompañado de una copa de orujo, el viejo sale al rellano. Unas cuantas gallinas, alborotadas por el fuerte pisar, escapan hacia los ponederos. Se acerca a los sucios cajones y mete repetidamente la mano en ellos. En unos momentos, sus manos están completamente llenas de morenos huevos, aún calientes por la reciente puesta. Cruzando sus brazos a modo de cesta, los lleva hasta la cocina.

Claudia, desde la ventana, ha estado observándole… «¿Es realmente cómo parece?», se pregunta. «¡En algún rincón de su corazón, tiene que quedar algo de ternura!», exclama para sí.

Él, después de poner los huevos en la cesta de mimbre, parece desear volver a entablar conversación con su hija. Se acerca a la ventana y rozando ligeramente el hombro de Claudia se sienta muy cerca de ella.

––Claudia... De veras... ¿He sido tan mala persona?

Ella, ante la inesperada pregunta, no sabe que contestar. Todo el odio, o eso pensó siempre que era, acumulado durante tantos años, se convierte de pronto en lástima y pena. Parece estar derrotado al final de sus días. Ya no es el gallo peleón y déspota de siempre.

––¿Qué piensas hija?

––¡Nada! ––cree entender en la pregunta el deseo de continuar la conversación iniciada en el monte.

Es como si su padre tuviese prisa por ponerla al corriente de un pasado hasta ahora inédito para ella y, al mismo tiempo, conocer la opinión que ella tiene de él. «A estas alturas.... ¿Qué más da lo que yo pueda pensar?».

Mirando el tendedero bajo la parra, en donde tantas veces jugó a ser mujer tendiendo la ropa de su muñeca, Claudia vuelve al pasado...

***

Con un gesto de la mano, como pidiendo a su hija que baje el tono, dice:

––¡Hija, no debes contestar así a tu padre!

Ella, siempre pendiente de todo, intenta quitar hierro a las relaciones harto difíciles entre padre e hijos. Nunca ha escuchado una queja de su madre o un reproche, respecto a él. Parece que su única preocupación es evitar cualquier enfrentamiento o enfado.

Claudia, sabe de las lágrimas de su madre. Sabe, lo recuerda perfectamente, de todos sus días tristes. Ahora, después de tanto tiempo, sigue pensando en lo desgraciada que fue con él.

Él, mirando la nuca de su hija, parece querer leer sus pensamientos...

Claudia, deseando facilitarle la confidencia, sale al patio, delante del porche.

Él, sin mediar palabra, comprende la muda invitación.

––¿No te importa que siga hablando contigo, hija?

De nuevo emplea «hija» en lugar de «Claudia».

––Si quieres hablar puedes hacerlo, padre. No seré yo quien lo impida.

––¿Quieres, realmente, escuchar mis historias?

Ella asiente con la cabeza...

Se sientan lejos de la casa, bajo la parra cuyos sarmientos están secos y como sin vida aún. Allí, Isabel no podrá escucharles.

El mastín, ha seguido sus pasos desde la cocina. Tumbado a los pies de Claudia, parece vigilante oteando el sendero que baja de la montaña.

––Nunca ––dice el viejo con la mirada baja––, he hablado con nadie de estas cosas. Si he de ser sincero, aún no sé la razón de hacerlo ahora contigo. ¡Será que tengo miedo a morir sin contártelo!

––¿No será que lo que no hiciste nunca con madre, lo quieres hacer ahora conmigo? ¿Acaso te remuerde la conciencia a estas alturas? –– después de lanzar los reproches, se arrepiente...

Calla el viejo. Él tampoco sabe exactamente la razón de esta necesidad de contar sus secretos a su hija. ¡Simplemente siente la necesidad de hacerlo!

––No sé muy bien la razón, hija. ¡No lo sé! Quiero hablar contigo, ahora, lo que nunca antes hemos hablado. Es como si hablásemos de hombre a hombre.

––¡Yo no soy un hombre, padre! ––exclama Claudia––. Soy tu hija. La que no querías ver cuando nació, pues deseabas más brazos fuertes para labrar tus tierras.

––¡No es cierto! ––protesta el viejo levantando la canosa cabeza––. Tú siempre fuiste mi preferida. Tus hermanos eran chicos, pero nunca tuvieron tu carácter y genio. ¡Deberías de haber nacido varón!

Claudia no puede evitar una sonrisa ante la salida del viejo. Lo ha dicho con toda la convicción: «¡Un varón!»

En realidad, tampoco le ha servido de mucho ser hembra. A estas alturas, es lo que la gente suele llamar una solterona...

Cuando terminó la carrera, fue destinada a una escuela de montaña donde lo único que había eran largos y fríos inviernos, charlas con el cura y esquivar continuamente los lascivos ataques del sesentón alcalde.

Aburrida de la soledad de aquel alejado lugar, solicitó el traslado para un colegio de la ciudad en donde pensó poder encarrilar su vida por otros derroteros, pero... ¡en realidad, poco cambió!

Ha idealizado tanto la figura de su «futuro» hombre que, hasta hoy, nunca lo ha encontrado. Unos, los más, intentan empezar la relación por la cama. Otros, los menos, dejan para más tarde la cama, pero están vacíos de otros valores que ella desea en un compañero. Poco a poco, se ha resignado y sus esperanzas de encontrar el «mirlo blanco» se están esfumando. «¿Seré demasiado exigente?», piensa cuando ve a la mayoría de sus amigas ya emparejadas.

Solamente una vez, hace algún tiempo, creyó encontrar el hombre de sus sueños... Alfredo, un compañero de profesión, de su misma edad, fue el único que despertó en ella el deseo y la ternura. Después de unos pocos meses de convivencia, descubrió que no era lo que parecía. Era violento y poco faltó para ser maltratada por él.

Terminó por dejarlo, asustada por lo que había descubierto en él. Más tarde, pudo comprobar que sus temores eran ciertos. Alfredo, pocos meses después de dejarse, fue apartado del magisterio debido a un episodio violento con otra compañera.

Por otra parte, Claudia achacaba sus fracasos con los hombres a su carácter. Reconocía que tenía que resultar difícil para ellos convivir con alguien que casi siempre estaba a la defensiva. Quizás lo vivido en la infancia y adolescencia junto a sus padres, había conformado su personalidad exigente y desconfiada.

––¡Claudia! ––su padre parece querer sacarla de sus pensamientos.

––Si, padre….

––Cuéntame... ¿Qué ha sido de tu vida, durante estos años? ¿Has encontrado la felicidad? ¿No tienes novio?

––¿Felicidad? ¿Novio? ––Claudia mira al viejo como preguntando si él sabe lo que significa ser feliz.

––Padre... Feliz no he vuelto a ser desde que madre murió. Ella era la única que sabía hacerme feliz ––replica apenada––. Novios, lo que se dice novios, no he tenido muchos. Solamente algunos intentos que fracasaron al poco tiempo.

––Ya sé cuanto os queríais. Más de una vez he sentido envidia de vuestra relación ––el viejo la mira––. ¡Ya tienes edad de casarte y darme un nieto!

Claudia parece querer ignorar la referencia a su vida sentimental...

––¿Tenías envidia de madre?

––Si… ¡Envidia! –– contesta el viejo esquivando su mirada.

Claudia no acierta a descifrar las claves por completo… «¿Tanto la quiere? ¿Tendrá razón Isabel al decir que es su preferida?»

––Padre, ¿Qué quieres decirme? ¿Vas a ser capaz de confesarme lo qué realmente sientes o habrá que esperar otros treinta años? ––su pregunta suena algo hiriente.

El viejo, sorprendido y dolido por el comentario de su hija, mira hacia la lejanía. No se atreve a decir lo que está deseando desde que se levantó de la cama, después de haber visto la muerte tan de cerca. Cuando contempló a Claudia, a la cabecera de su lecho, tras aquellos días de estar en la nada, vio en ella el pasado. Sus remordimientos, largos años mantenidos en lo más recóndito de su duro corazón, han dejado paso a una ternura nunca antes descubierta. Siente como un nudo en su garganta que desea desatar para siempre, antes de que sea demasiado tarde.

––¿Si hablo contigo sinceramente, no te burlarás de mí? ––pregunta temeroso de la respuesta.

––¿Burlarme? ––pregunta Claudia mirándole––. ¿De qué me serviría hacerlo?

Espera ansiosa a que el viejo abra de una vez su endurecido corazón, pues desea conocer hasta que punto es humano. ¡Si lo es de alguna manera! Desea, con todas sus fuerzas y sin olvidar el pasado, que al viejo aún le quede algo que lo pueda reconciliar con ella… «¡No deseo odiarle más!».

––Claudia ––está librando una dura batalla en su interior––. ¡Yo siempre te he querido mucho!

No puede dar crédito a sus oídos. ¡Al fin! Aquella confesión que deja aflorar los sentimientos no expresados duramente toda una vida. Es algo que nunca ha esperado de su padre.

Con esfuerzo, intentando no dejarse llevar por los contradictorios sentimientos que aquella declaración de amor y ternura paternales despiertan en ella, a duras penas puede resistir el impulso de abrazarse a él y decirle que ella también le quiere... ¡A pesar de todo, le quiere!

––Te he querido y te quiero muchísimo ––repite con ternura inesperada––. De todos tus hermanos eres la que más se parece a mi, pero, si he de ser sincero, también tienes muchas cosas de tu madre. ¡La pena que ahora siento es no habértelo dicho mucho antes, hija mía!

––¿En qué me parezco a madre? ––Claudia lo sabe, pero desea confirmarlo.

––En lo tierna que eres... ¡Por tu corazón! Por mucho que intentes poner cara seria, tus ojos te traicionan. También puedes ser muy dura, como yo lo he sido ––termina el viejo mirándola fijamente.

––¿Lo has sido, padre? ¿Acaso estás volviéndote blando con los años?

––¡No te burles! ––suplica él––. ¡Has prometido no hacerlo!

––Está bien. No me burlaré más de tus debilidades de viejo arrepentido.

Sin apenas darse cuenta, ha pasado el brazo sobre sus hombros. Ella, sin valor para rechazar aquel inesperado gesto de cariño, apenas se mueve. En su fuero interno, desea que el brazo de su padre permanezca sobre ella...

Él, deseando conocer los sentimientos, pregunta:

––¿Te doy asco?

––¿Asco, padre? No me das asco. Es, simplemente la falta de costumbre. Ya no recuerdo tus caricias o tus palabras de cariño, si alguna vez las sentí o escuché cuando era niña. Ahora, así de pronto... ¿Comprendes mi extrañeza al sentirte tan cerca de mi?

Envalentonado al no ser rechazado, se atreve a besarla en la mejilla, con un ligero roce de sus labios.

Claudia, sin saber como responder a la caricia, se levanta para ir hacia la casa. Sus ojos están humedecidos...

Él, viendo como su hija se aleja, acaricia la cabeza del mastín.

De pronto, impulsada por un fuerte deseo de decirle que también ella le quiere, vuelve sobre sus pasos y se abalanza llorando en los brazos de su padre.

––¡Padre! ¡Padre! ¿Cómo no fuiste así antes? ––solloza––. ¿Tenía que morir madre, y estar tú cercano a la muerte, para abrir tu corazón? ¿Por qué tardaste tantos años? ¿Teníamos que sufrir tanto?

Él, sollozando, la aprieta con fuerza contra su pecho, hasta casi hacerle daño. El abrazo se prolonga mientras ambos lloran ya abiertamente.

Isabel, con una cesta de ropa bajo el brazo, para colgar bajo el galpón, vuelve silenciosamente sobre sus pasos, no queriendo estropear aquel momento con su presencia. «¡No es tan duro como ella pensaba!», dice para sí, mientras enjuga una lágrima.

El abrazo, termina cuando el mastín empieza a ladrar a los recién llegados.

––¡Buenas tardes! ––el hermano del viejo y el médico están entrando por la puerta de la huerta.

Él, queriendo ocultarles lo sucedido, se separa de Claudia y adopta una expresión seria, limpiándose las lagrimas con disimulo...

Claudia, con los ojos aún rojos, sale al encuentro de su tío el boticario.

––¿Cómo está esa salud? ––pregunta el médico caminando hacia el viejo.

––Mientras tú no estés cerca, seguro que bien –– su tono vuelve a ser ácido y seco.

El viejo siente una especial animadversión por el médico. No se trata de nada que tenga que ver con la profesión, sino por su habilidad para ganarle al dominó.

––Sobrina ––pregunta el boticario––: ¿Cuándo te marchas?

La mirada de su hermano parece fulminarle, mientras hace un gesto de silencio poniendo el índice sobre sus labios.

––Pronto, tío. En realidad ya debería estar en la escuela. No puedo quedarme por más tiempo aquí.

––Tu padre ––dice el médico––, está ya como una rosa.

––¿Qué sabrás tú, matasanos? ––el viejo intenta sembrar la duda sobre su estado de salud––. Mis males los conozco yo mucho mejor que tú.

Pasan al interior, donde Isabel está poniendo unos vasos de vino sobre la mesa.

Claudia, queda sentada en el corral, cerca del pozo al que echaba piedras pidiendo secretos deseos cuando era niña…

Acuden de nuevo las escenas de la niñez: los días de vacaciones, los paseos con su madre por los cercanos prados, la primera vez que su madre le explicó cosas no conocidas por ella sobre su condición de mujer... ¡Entre ellas nunca existieron los secretos! ¡Eran como dos amigas que se comprendían sin palabras!

Ahora que la hora de marcharse se acerca, una desconocida sensación empieza a ponérselo difícil. A pesar de no poder olvidar el pasado, empieza a ver a su padre con otros ojos. ¡Siente que empieza a quererle!

Después de analizar todo lo sucedido en aquellos días, ya sabe lo que la retuvo allí. Él, con su inesperado cambio de humor y sus confidencias, ha logrado «cazarla» en sus redes.

––¿Claudia? ––la voz de su padre, desde el fondo de la escalera, la saca de sus pensamientos.

––¡Ya voy, padre!

Se encuentran en la puerta de salida al patio.

El viejo, acompañado por el mastín, está remendando un boquete en la tela metálica del gallinero. Algunas gallinas aprovechando el hueco, se han escapado hasta la cercana huerta donde picotean los tiernos brotes de las coles.

––¿Quieres ayudarme? ––casi parece una súplica.

Claudia toma en sus manos el manojo de alambre. Mientras él repara la tela metálica del gallinero, ella observa sus movimientos aún ágiles y certeros. «Parece mucho más joven de lo que realmente es», piensa ella.

––Esta tela metálica tendría que cambiarse ya. En realidad, tendría que reponer un montón de cosas ––dice lamentándose.

––Padre, deja de preocuparte por la casa y por las huertas. No hace falta que sigas trabajando. Todo está bien así.

Él continúa con su tarea...

Claudia, está pensando en cómo despedirse de él. Tiene que marcharse a su escuela, de inmediato. Lo deja de nuevo con Isabel y el renqueante y fiel mastín.

––Padre… No puedo demorar más mi marcha. Me gustaría poder quedarme más tiempo contigo, pero me resulta del todo imposible. He de volver al trabajo. ¿Lo comprendes? ¡Es mi vida y me gusta la enseñanza!

––¡Lo comprendo! Sé que tienes tu vida en otra parte, pero… ¿prometes venir a verme más a menudo? Me gustaría verte más a menudo, de ser posible ––está suplicando a su hija como nunca lo ha hecho.

––Te prometo que vendré cada vez que pueda.

Deja la reparación del gallinero y sale en busca de las huidas gallinas. Al poco rato, todas están de nuevo en el corral.

Por la mañana, cuando ella se levanta, su padre está esperándola en el portal de la casa.

Isabel, disimulando las lágrimas, también está allí para despedirse de ella.

––¡Hasta pronto, Isabel! ––Claudia se abraza a la vieja criada y le susurra al oído: «¡Cuídale! Si algo ocurre ya sabes dónde localizarme».

Va a despedirse de su padre, pero él, cogiendo la maleta, camina hacia la salida de la huerta.

––¡No es necesario que me lleves la maleta, padre! ¡Despidámonos aquí! He de marcharme para no perder el tren.

––¡Voy contigo hasta la estación! ––le dice enérgicamente––. Iremos en la vieja tartana. Ya está preparada.

Claudia mira hacia la puerta de las cuadras. Allí, como si hubiese retrocedido veinte años, contempla la vieja tartana. Cuando era niña le encantaba ir en ella a la aldea o a las ferias de los pueblos cercanos.

El rítmico golpear de los cascos del caballo sobre el camino, siempre la encandilaba. No puede evitar el evocar la canción que, junto con su madre, cantaban al compás del rítmico trote.

Él, con las riendas en sus manos, guía la tartana por el camino lleno de charcos de la reciente lluvia de la noche.

––¿Cuándo fue la última vez que fuiste en esta tartana? ––pregunta mirándola.

––¡Hace mucho tiempo, padre! ––contesta con nostalgia––. No tendría más de diez años.

Claudia mira hacia atrás. La mano de Isabel, apoyada en la ventana de la cocina, aún es visible. Más lejos, en lo alto del soto, el viejo roble también parece mover sus grandes ramas.

En la estación, media hora apenas para la llegada del tren, se sientan en un rincón del pequeño bar.

––Claudia ––el viejo tiene el rostro pálido.

––¿Sí?

––¿No olvidarás tu promesa? Ven siempre que puedas a verme. ¡Quiero verte más a menudo, hija!

––¡No la olvidaré, padre! ––siente como un nudo en la garganta––. Vendré siempre que pueda. ¡Te lo prometo!

El pitido del tren anunciando su llegada, interrumpe la apenas iniciada conversación.

Claudia se abraza a su padre sin decir palabra. Él, como no queriendo dejarla marchar, se aferra a su cuello. Antes de que el tren arranque, la besa apuradamente y le dice:

––¡Te quiero mucho, hija mía!

Es lo último que Claudia escucha. «¡Yo también te quiero, viejo tozudo!», exclama para sí cuando el silbato del jefe de estación da la salida.

De vuelta al caserío, después de aparcar la tartana bajo el galpón y dejar al caballo en la cuadra, se encierra en su habitación hasta bien entrada la tarde.

––¿Qué? ––es la voz de Isabel tras la puerta––. ¿No cenamos hoy?

––No tengo ganas. ¡Cena tú y dale de cenar también al perro!

––Tiene que comer algo ––insiste la criada.

Cuando llega la noche, el viejo baja a la cocina. No prueba bocado. Después de sentarse cerca del fuego, abra una botella de vino.

––Ya sabe que el médico le prohibió beber alcohol ––dice Isabel––. Tiene que vigilar la tensión.

––¡Qué sabrá ese matasanos! ––su malhumor es manifiesto––. El vino no es alcohol ¡Es solamente vino!

Son casi las doce de la noche, cuando el viejo sube a su habitación con paso vacilante. Sin quitarse más que la chaqueta, se deja caer sobre la cama con un fuerte suspiro. Sobre la mesa de la cocina, la botella está vacía...

La mañana, fría para la época del año, amanece con niebla. Apenas son visibles los picos de la cercana montaña.

Vestido con el traje de pana, canana cruzada y la escopeta al hombro, busca con la mirada al mastín. Un silbido, hace que éste aparezca por la esquina de la cuadra, orejas gachas y pata renqueante.

––¡Vamos, hombre! ––le da una palmada en el lomo––. Ya has perdido la costumbre de madrugar. ¡Te estás haciendo viejo, como yo!

El perro, después de ladrar un par de veces y mover nerviosamente su corto rabo, se adelanta por el camino hacia el soto.

De la vegetación de la montaña, aún húmeda por la reciente lluvia, se elevan pequeñas nubes de vapor que semejan el humo de inexistentes hogueras.

A lo lejos, tras el pico de Fuente Fría, un tímido sol anuncia el principio de su corto periplo invernal. El invierno, recorrida apenas la mitad de su ciclo, aún traerá más frío y nieve a las montañas circundantes.

Ambos, amo y perro, van subiendo lentamente hacia la cumbre. El roble, cubierto por un halo de niebla, semeja un fantasma con multitud de desnudos brazos elevados al cielo.

Mientras camina, no deja de pensar en ellas: su mujer y Claudia. Su mujer, ahora empezaba a verlo claro, tuvo que ser muy desgraciada viviendo aquellos largos años de desamor junto a él. Claudia, fuerte, pero sumamente sensible, también lo debió pasar muy mal sin el cariño de un padre que siempre estaba de mal humor. «¡Si pudiese volver a empezar!» Ahora ya es demasiado tarde para reparar todo lo que ha hecho mal.

Luisa, pobre e inocente víctima, había muerto sin escuchar de sus labios una sola palabra cariñosa. «¡Ya no tiene remedio!» Con Claudia, aún puede y quiere ser el padre que nunca fue…

Sin apenas darse cuenta, han llegado a la cima, justo bajo el roble...

El mastín, conocidas las costumbres del amo, se tumba al lado del grueso tronco, esperando ordenes.

Él, después de desabrocharse la canana y apoyar la escopeta contra el tronco, se sienta cerca del perro. Acariciando el lomo del animal, deja que los recuerdos acudan...

***

La chica, con rostro compungido, dice:

––¡No podemos seguir así! Tu madre ha estado en casa y discutió con mis padres. Ellos, no quieren disgustarla y me mandan con unos tíos a la ciudad. ¡No nos veremos más!

––¡Nadie nos separará! ––exclama él furioso por la noticia.

Más tarde, cuando su madre le habla de sus planes, no tiene el necesario valor para rebelarse y, sin apenas resistirse, claudica.

Sin apenas darse cuenta, como en un sueño no deseado, se encuentra casado con Luisa a la que apenas conoce. Pasaron los años, llegaron los hijos y la amargura y el rencor fueron creciendo. Poco a poco, se convirtió en un hombre irritable y sumamente duro. Se juró a sí mismo no amar a nadie más en la vida...

Luisa ¡la pobre Luisa! pagó las culpas ajenas hasta su muerte. Ahora veía la clase de vida que había tenido aquella buena mujer junto a él. ¡La madre de Claudia!

En el vagón, apenas dos personas más. Todos están como aletargados por el largo viaje y el adormecedor calor de la calefacción. Claudia, sigue pensando en su padre. Está sorprendida de lo ocurrido durante su corta estancia en el pueblo. Años de odio y promesas de nunca perdonar, han desaparecido en unos pocos días para dejar paso a otros sentimientos. «¡En realidad, piensa, soy como mi madre y él lo sabe!»

Es como si hubiese descubierto a otra persona. Sin olvidar el pasado, éste parecía quedar difuminado por los últimos acontecimientos en el caserío. «¿He odiado, realmente, alguna vez a mi padre?», se pregunta.

El vagón, al atravesar un tunal, queda en amarillenta penumbra.

Llega a la ciudad cerca de las seis de la tarde. Un taxi la lleva hasta el apartamento que tiene en las afueras, cerca del grupo escolar donde imparte clases. Después de abrir las ventanas, prepara un café.

***

El viejo, dando una ligera palmada sobre el lomo del mastín, se levanta. El can, medio adormilado por el largo descanso, abre sus ojos despacio y, mirando expectante al amo, hace lo mismo. Sus viejos y reumáticos cuartos traseros, se resisten a caminar.

Continúan la marcha hasta el robledal de la cima, donde los jabalíes suelen pastar las bellotas. Aquella hora temprana, cuando apenas el sol ilumina el suelo del bosque, es la preferida por ellos para bajar de la espesura a comer.

El viejo se oculta tras un roble, mientras el mastín permanece junto a él en postura de alerta. El hocico, hasta entonces seco, empieza a humedecerse ante la proximidad de los cerdos salvajes.

Los gruñidos son cada vez más fuertes y cercanos. Debe tratarse de una familia al completo. De pronto, por la ladera norte, aparecen cinco animales. El macho, de sesenta o setenta kilos de peso, olfatea en todas direcciones. ¡Quizá ha detectado la presencia de extraños! Su hocico, adornado con largos colmillos, se eleva amenazante. La hembra, seguida por cuatro jabatos, camina más despacio, como previniendo alguna sorpresa.

El viejo, apostado tras el roble, mira al mastín agazapado. Mientras no le de la orden de ataque, éste permanecerá totalmente inmóvil, en silencio y oculto por la alta hierba. Su técnica, depurada por los años, es impecable.

Los animales, un poco más confiados, empiezan a devorar las bellotas caídas durante la noche. Los pequeños jabatos, parecen estar más interesados por los abultados pezones de la madre. Entre pequeñas peleas y gruñidos, se van acomodando bajo el vientre de la cerda.

El viejo, sabe lo peligrosos que pueden ser aquellos animales, especialmente en época de cría. El disparo tiene que ser certero o, de lo contrario, tendrá que correr y encaramarse al árbol más cercano. Un jabalí herido resulta demasiado peligroso para hacerle frente con una escopeta de solamente dos cartuchos y un viejo y cansado mastín.

Sin pensarlo dos veces, lanza el grito: «¡Ataca! ¡Ataca!»

El mastín se lanza sobre el lomo del gran macho, mordiéndole en la dura piel, intentando sujetarle.

Los pequeños jabatos, espantados, dejan de mamar para desaparecer entre los cercanos matorrales con su madre.

El enorme macho intenta sacudir, con violentos movimientos, al mastín de su lomo.

El viejo, la escopeta apoyada en su hombro derecho, espera el momento propicio para efectuar el disparo. No quiere herir al perro que, empeñado en sujetar la presa, continúa mordiéndole en el lomo.

El viejo mastín, después de un rato de intensa pelea, parece estar agotando sus escasas fuerzas. El jabalí sigue zarandeándolo, intentando quitárselo de encima, hasta conseguirlo. El disparo se escucha multiplicado por el eco de la montaña...

El cerdo salvaje, herido mortalmente en la cabeza, se desploma sobre su costado derecho. El mastín, cansado por el esfuerzo, se retira hasta donde está su amo.

Recarga rápidamente la escopeta. ¡Nunca se sabe lo que hará la hembra escondida con las crías entre los matorrales! Toda prudencia es poca...

De pronto, el mastín se abalanza sobre una sombra. La hembra, saliendo de la espesura en donde se guareció con los jabatos, avanza con la cabeza baja, a gran velocidad, como un toro embistiendo. El viejo, sorprendido, no tiene tiempo de llevarse la escopeta al hombro y apuntar… Dispara casi a bocajarro.

La hembra, esquivando al mastín, se abalanza sobre el cazador que intenta subir a las ramas bajas del árbol más próximo, después de abandonar la escopeta en la huída. Unos cuantos segundos más y las piernas del viejo habrían sido destrozadas por la embestida del animal contra el tronco.

El mastín, queriendo defender a su amo de la bestia, se abalanza sobre ésta con furia.

––¡Vete! ¡Vete! ––chilla él viejo desde las ramas en las que se ha refugiado a toda prisa––. ¡Márchate de aquí viejo perro tonto!

El perro, desoyendo las órdenes de su amo, ha entablado combate con la furiosa hembra. El viejo, baja del árbol para recuperar la escopeta y apunta con cuidado. ¡De no disparar pronto, el perro puede ser destrozado por aquella cerda furiosa!

El disparo, tras la oreja derecha, la abate en el mismo lugar donde se encuentra el cuerpo del macho.

El mastín, después de la feroz batalla librada, ha quedado exhausto y con numerosas heridas que no deja de lamer.

––¡Eres mucho más terco que yo! ¡Pudo haber sido tu última pelea, viejo amigo! ––mientras habla, pasa la mano sobre el ensangrentado lomo del animal.

Bajan del monte, después de localizar el lugar donde los jabatos se han agazapado temerosos.

Por la tarde, acompañado de su hermano y del médico, con un par de fuertes sacos en sus brazos, vuelven. La pareja de cerdos salvajes, más de 150 kilos los dos, es arrastrada hasta el camino para ser cargada en un carro. Las crías, una vez metidas en sacos, son llevadas al caserío.

En el corral, donde están las porquerizas, arreglan un lugar para los pequeños jabatos que, después de un par de horas de nerviosas carreras, empiezan a aceptar las mazorcas de maíz y el agua que les ofrecen. No es la primera vez que han tenido crías de jabalí en casa. Con el paso del tiempo, se adaptarán bien, lo justo para engordar unos kilos más y ser sacrificados en un día de fiesta.

Siguiendo la tradición, cada vez que se cazan cerdos salvajes, su hermano y el médico, se encargan de llevar la pareja de jabalíes hasta el pueblo donde son admirados por los vecinos. Todos se alegran de su muerte pues la proliferación de estos animales en los últimos años, hace que los sembrados de maíz y patatas se vean asolados por ellos.

***

Claudia, colocando la ropa en el armario, vuelve a pensar en su padre. A estas horas, el viejo e Isabel estarán ya cenando.

El mastín, fiel compañero a pesar de las patadas recibidas, estará acostado bajo la mesa, esperando algún hueso o trozo de pan que su padre echará al suelo, causando el enfado de la vieja sirvienta.

«¿Qué ha sucedido, realmente, durante su estancia en el pueblo?» Nunca ha estado, desde que era niña, tanto tiempo a solas con su padre. Hasta ahora, nunca había tenido la oportunidad de hablar de «hombre a hombre» con él, como le gusta decir al viejo.

Su padre, aquella imagen dura y sin sentimientos que siempre recuerda, parece haberse reblandecido con el paso de los años. Quizás la reciente enfermedad y la soledad han hecho el resto… «¡Pobre anciano!», piensa.

Por otra parte, piensa en lo mucho que su madre había sufrido con él. En esos momentos, la rabia es mucho más fuerte que la naciente ternura. «¡Odio a ese hombre con todas mis fuerzas! ¡Cuánto añora a mi pobre madre!» Aquella mujer, buena, ignorante y pueblerina que, sin más luces que las naturales, tenía un corazón inmensamente noble, incapaz de odiar; que solamente sabía amar sin esperar nada a cambio.

Recuerda, cuando marchó para el internado, el esfuerzo que hizo su madre para esconder las lágrimas durante la despedida. No quería hacer más dura su marcha y, para darle ánimos, sonreía diciéndole: «¡Pronto llegarán las vacaciones! ¡Pronto llegarán! ¡De nuevo estaremos juntas, amor mío!»

«¡Madre!», Claudia no puede evitar las lágrimas, al recordarla.

Después de las clases, Claudia va de visita a casa de unas compañeras. Todas dicen encontrarla mucho mejor, más relajada después de aquellos días en el pueblo.

––Parece que estos días en la aldea te han rejuvenecido ––bromea una de ellas.

––¿No habrás dejado allí algún amor? ––bromea otra. ¿Cómo es él?

Claudia, sin ganas de explicar lo que realmente ha sucedido, se limita a desviar la conversación hacia otros temas.

Las clases, las lecturas algún paseo y muchas horas en el cine, la van envolviéndolo de nuevo en la rutina. Las ilusiones, antaño presentes, parecen haberse esfumado. No tiene ganas de enfrentarse a más desengaños... «¿Qué me sucede?»

La mayoría de sus compañeras tienen novio o están casadas. Para ella, sin dejar de sentir atracción por los hombres, resulta muy difícil mantener una relación. Siente un enorme e irracional temor a equivocarse, a sufrir las consecuencias de un desengaño. «¿No será, piensa, consecuencia de todo lo vivido en mi infancia? ¡Seguro que sí!», se responde a sí misma.

Es tal el temor que siente, cada vez que un hombre pretende salir con ella que, sin darse cuenta, los aparta de sí. Alfredo, aquel compañero del que creyó estar realmente enamorada, fue el último que despertó su ternura, después... ¡El temor a equivocarse nació de nuevo!

Como consecuencia de su aparente carácter seco y la desconfianza que siente hacia el otro sexo, los hombres que se acercan a ella, atraídos por su innegable atractivo, no permanecen por mucho tiempo a su lado.

Claudia reconoce que le resulta muy difícil mostrarse natural, tal como es en realidad. ¡Tiene miedo que descubran que bajo aquella mascara de rudeza, hay una mujer demasiado vulnerable!

La imagen de su madre, victima de un marido déspota y amargado, la sigue a todas partes. Inconscientemente, hace pagar a todos los hombres que están a su lado, las culpas de su progenitor.

Su falta de ilusión, tampoco ayuda a que se relacione con gente de su edad. No frecuenta lugares donde el contacto es más fácil o posible. Desde muy niña, se ha ido convirtiendo en una «solitaria». A veces piensa: «¡En una amargada solterona!»

Una de sus más intimas amigas, conocedora del trauma que Claudia arrastra desde la infancia, le ha recomendado asistir a la consulta de un psicólogo, para liberarse del terrible peso de los recuerdos de su infancia y la nefasta influencia que ejercen en su vida.

Claudia, sabe que mientras no se libere de ciertos lastres, su vida no podrá discurrir por cauces normales, pero, terca como su padre, se niega a ponerse en manos de un profesional. Ella aún cree que, con el tiempo, todo pasará...

Uno de sus últimos acompañantes, con el que convivió unos meses, siempre se lo echó en cara:

––¡Tienes que ir a un psicólogo, Claudia! Tu agresividad a flor de piel no es normal. Cuando hablas conmigo, discutes por cualquier tontería. Siempre tengo la impresión de que lo haces con otra persona a la que odias… ¿Qué te sucede?

Posiblemente, piensa ella, es así... Sus novios son hombres; su padre también... Descarga su furia con el que está más cerca.

Todos terminaron por marcharse, a pesar de amarla. Ella, lo reconoce, nunca se dejó ayudar... «¡Los pobres han tenido que aguantar mucho!», piensa ahora pasado el tiempo.

En los últimos meses, antes de estar en la aldea, ha estado saliendo con un compañero de profesión. No le disgusta, pero, como en anteriores ocasiones, sigue teniendo un miedo exagerado al desengaño. Andrés, así se llama él, es paciente con ella y con sus cambios de humor repentinos.

¡Necesita dejar a un lado sus temores y ser tal cual es! Ha disimulado durante demasiado tiempo; ha sometido su verdadera personalidad al silencio y no puede aguantar más la tensión que ello supone… «¡Quiero ser feliz!», se dice a sí misma.

***

Después de la cacería, ha retomado la costumbre de bajar al pueblo después de comer. Allí, en la taberna, juega sus partidas de cartas y dominó con los habituales compañeros.

––¡Parece que ya no recuerdas cómo se juega! ––le dice con sorna el médico.

––Si empiezas como siempre, me levanto y dejo de jugar ––el matasanos siempre le pone de los nervios.

––¡No seas gruñón! ––su hermano intenta quitar importancia al conato de discusión––. ¡Sigue jugando y hazlo bien!

Cuando regresa a casa, la mayoría de las veces ya es noche cerrada.

Isabel, que le espera adormilada en la cocina, para ponerle la cena cuando llega, gruñe siempre y saca a colación aquello de: «¡los hombres y sus vicios!». Él, a esas horas, ya no tiene energías ni ganas de discutir con ella y le responde con un gruñido...

En otra época, mandaría callar a la criada con un grito. Ahora, muy cansado, sigue comiendo en silencio y finge no escucharla.

Esta noche, después de una larga partida, ha bebido más de la cuenta. Sus pies, bastante torpes, apenas pueden mantener la línea recta sobre el angosto camino, que va desde la Plaza Mayor del pueblo hasta el caserío.

Por el camino, oscuro por los grandes nubarrones que amenazan lluvia, algún búho inicia su caza nocturna de ratones de campo, lanzando su peculiar grito nocturno. Él, al oírlo, recuerda las viejas leyendas sobre este grito que siempre fue tenido por anuncio de desgracias.

Una figura, que él no ha visto hasta estar casi a su lado, está sentada en las piedras del derruido muro que bordea el camino...

––¿Te acuerdas de mí? ––la voz suena algo apagada...

Aún bajo los efectos del vino, se sobresalta al escucharla, retrocediendo un par de pasos.

––¿Ya no te acuerdas de mí? ––la mujer: delgada, entrada en años y desgreñada, se pone a su lado y le coge por un brazo––. ¡Qué mala memoria tienes, amor mío!

En su mano derecha, ahora visible por los reflejos de la luna sobre su hoja, empuña una hoz de las usadas para segar hierba.

Los recuerdos acuden a él y, a pesar de los muchos años transcurridos, la reconoce...

––¡Tú! ¿Qué haces aquí? ¿De dónde sales? ––las preguntas brotan apuradas y un frío sudor empapa todo su cuerpo––. «¡No puede ser ella!»

Ahora, a pesar de su aspecto, la reconoce: ¡es ella, la mujer que había amado bajo el viejo roble, hacía ya tantos años! «¡Estoy soñando! ¡No puede ser cierto! ¿Será una visión producto de mi borrachera?» Pero no, allí frente a él, la mujer de aspecto andrajoso con la hoz empuñada en su mano derecha, es tan real como él. Los años han pasado y dejado profundas huellas en aquel rostro antaño hermoso. Está muy vieja y con el pelo totalmente blanco...

Según va caminando junto a ella, con temor y curiosidad mezclados, se fija en sus ojos. Brillan como luciérnagas en la noche y le miran desmesuradamente abiertos, fijamente, sin apenas pestañear...

La voz de la mujer, ahora más ronca y amenazante, le saca de sus pensamientos. Se acerca más a él y con la hoz empuñada, empieza a gritarle:

––¡Hijo de puta! ¡Desgraciado! ¿Nunca te has preguntado que ha sido de mí? ¡Nunca preguntaste por mí! ¡Olvidaste todas tus promesas de amor! ¿Recuerdas cuando decías que me amabas más que a nadie? ¿Qué te querías casar conmigo? ¡Maldito embustero! ¡Pronto me olvidaste!

Los efectos del vino, un poco por el frío reinante y otro poco por el miedo que siente, van desapareciendo. La mira más detenidamente... «¡Está completamente loca!», piensa al ver aquellos ojos de extraño brillo.

La luna, ahora completamente liberada de las nubes preñadas de lluvia que la ocultaban, ilumina el camino con su amarillenta luz.

Parece ser mucho más vieja que él. El rostro está muy arrugado; con una expresión mezcla de sufrimiento, rabia y locura. Sus ojos, ahora muy cerca de él, parecen brillar con maligna luz.

––¿Quieres saber qué fue de mi vida? ––la pregunta es hecha con voz desgarrada. ––Desde que marché del pueblo, siempre supe de ti por mis padres. Sé que te casaste con la rica, con Luisa. Que tuvisteis tres hijos. ¡Los que siempre decías que tendríamos nosotros!

El viejo la escucha como atontado. Si bien, recientemente, ha recordado el lejano pasado, nunca pudo imaginar volver a encontrarse con ella así, de esta manera tan extraña.

––Yo también me casé ––dice ella––. Fui desgraciada mientras él vivió. Me pegaba y decía que no servía para nada.

Calla por un instante, para seguir:

––Un día se cayó por la ventana. Yo estaba muy cerca y le ayudé a saltar. ¡Ja! ¡Ja! ––la carcajada es estremecedora––. ¡Otro hijo de puta como tú!

No sabe cómo marcharse de allí... Teme que si lo intenta, ella se vuelva más violenta. ¡Está claro que está completamente loca, y puede ser peligroso llevarle la contraria! Ahora ya está completamente sobrio y lo único en que piensa es cómo librarse de aquella pesadilla. «¡Quizá cuando lleguemos a la altura del caserío pueda zafarme de ella!», piensa con temor.

Ella, sin soltar su brazo, le empuja camino adelante sin dejar de blandir la hoz, amenazante y hablando sin cesar...

––He estado encerrada en un psiquiátrico durante años, hasta ayer que me escapé ––una risotada finaliza la frase––. Hacía mucho tiempo que quería venir a visitarte. ¡Deseaba tanto estar contigo, amor mío! –– su boca desdentada se acerca a la de él... El nauseabundo olor llega hasta su nariz.

Hipnotizado, continúa caminando como un autómata. Ahora sabe que corre peligro y siente escalofríos en todo su cuerpo. No teme a la muerte, pero sí a la locura que ve en la mujer que camina a su lado. Ella sigue hablando, mientras él permanece en silencio sin saber que decir...

––Quiero que vengas conmigo hasta el lugar en donde nos amamos tantas veces ––le mira como arrobada––. Junto al viejo roble… ¿Recuerdas, amor mío?

––¿A estas horas? ––decide hablar, intentando ganar tiempo.

––¡Ahora mismo! Quiero estar contigo allí, por última vez, antes de irnos.

––¿Irnos? ¿A dónde nos iremos? ––el viejo no entiende nada, pero cada segundo teme mucho más una imprevisible reacción de ella.

––¡Ya lo verás, amor mío! Haremos el viaje de novios que nunca hicimos... ¡Ja! ¡Ja! ––la carcajada hace que se estremezca.

Empujado por ella, sigue caminando ladera arriba. Apenas puede dar unos cuantos pasos sin tropezar con las piedras del camino. La oscuridad es completa. ¡El terror se está apoderando de él!

Ella, sin dejar su brazo y empuñando la hoz, parece estar mucho más ágil que él.

Cuando llegan al cruce de caminos, muy cerca ya del caserío, el viejo ve la luz de la cocina encendida. Isabel, seguramente dormida en la mecedora, estará al lado del fuego, esperándole, como cada noche. Piensa en gritar, pero, ante el temor a una reacción de la loca, se calla y sigue caminando.

Viendo que se van alejando del caserío, por un instante, piensa en salir corriendo hacia él, pero sus piernas no son lo que eran. Seguramente le alcanzaría antes de dar un par de pasos. Ella, mirándole fijamente, parece estar leyendo sus pensamientos. Aprieta mucho más su brazo.

––¡Ya volverás a casa, amor mío! ¡Volverás muy pronto! ––él la escucha sin comprender––. Ahora tenemos que recordar viejos tiempos junto al roble. ¿Te acuerdas? Quiero que me ames, una y otra vez, con la misma pasión de entonces. Como cuando escapábamos de casa para vernos allí, acariciándonos hasta el agotamiento. ¡Cómo nos amábamos! ¿Recuerdas?

El viejo, atontado por la cantidad de ideas que acuden a él, sube trabajosamente por la empinada ladera.

––¿Podemos parar un momento? ––se atreve a preguntar––. ¡Estoy muy cansado y no puedo más!

La mujer se para y le mira con desconfianza. Después, se sienta en la orilla del camino y le dice:

––¡Siéntate aquí, a mi lado, muy cerca de mí! ––señala el lugar con su mano.

Pasados apenas unos minutos, se levanta y, agarrándole del brazo le obliga a seguir caminando...

––¡Ya hemos descansado suficiente! ¡Vamos, amor mío! ¡Quiero que me ames junto al viejo roble! ¿No lo deseas tú también? ¿No me has echado de menos en todos estos años? ¡Seguro que sí!

Han llegado junto al árbol que, iluminado por la luz de la luna, tiene un aspecto fantasmagórico, con sus grandes brazos desnudos elevados hacia el estrellado cielo.

––¿Qué hacemos aquí a estas horas, mujer? ––intenta que su tono sea sereno y tranquilizador––. Vamos a enfermar por la humedad y el frío de la noche. ¿No sería mejor vernos mañana? ––Sabe que está completamente loca y teme lo peor. Desconoce sus intenciones, pero, desde luego, nada bueno puede esperar de ella, que está a todas luces completamente loca.

––¡No te preocupes, amor mío! Somos jóvenes y fuertes ––su sonrisa es extraña y, al mismo tiempo, tierna––. ¿Recuerdas cómo nos desnudábamos en pleno invierno para poder acariciarnos por todo el cuerpo? ¡Hoy también lo haremos! ¡Quiero besarte por todas partes una vez más! ¡Quiero sentirte dentro de mí como entonces!

El viejo, cada vez más temeroso de lo que puede ocurrir, siente como todo su cuerpo tiembla. ¡No de frío, precisamente! Sabe que aquello no es un mal sueño. ¡Es real! Tan real como lo que ambos, muchos años antes, habían vivido en aquel mismo lugar.

––¡Acércate más, amor mío! ––extrañamente, su voz suena más joven, como él la había recordado siempre.

Con temor y no queriendo irritarla, se acerca a ella...

Dejando la hoz a un lado, empieza a desnudar su torso y se acerca a él para quitarle la camisa. Sus manos, con movimientos rápidos y nerviosos, acarician el blanco vello del pecho del viejo. Es como si la contenida pasión de tantos años de espera, unida a la locura, la hubiesen convertido en la chiquilla que había jugueteado con él hacía ya tantos años, en aquel mismo lugar.

Él se aparta con un gesto, mezcla de temor y repugnancia.

Ella, desnuda de cintura para arriba, le muestra los fláccidos seños, acercándose a él mucho más...

––¿No te sigo gustando, amor mío? ––la sonrisa mostrando la dentadura totalmente destrozada, resulta repulsiva––. A mi sí me gustas. Haremos el amor como cuando éramos jóvenes. ¿Verdad que lo deseas? ¡Lo haremos, una y otra vez, hasta quedar exhaustos, como entonces!

Lo besa por todas partes, con ansia, con prisa...

Él, temeroso de enfurecerla no se opone. Venciendo su repugnancia, se deja acariciar esperando que aquello termine de una vez.

––¡Ámame! ¡Dime las cosas que entonces me decías! ––ella sigue desnudándose.

Con fuerza inesperada, lo aprieta cada vez más contra sus fláccidos senos, como esperando sentir la rápida respuesta de antaño, al contacto con su cuerpo.

––¡Ámame! ¡Ámame! ¡Hazme tuya como antes! ––repite con desesperada ansiedad, mientras acaricia el cuerpo del viejo por todas partes…

Él, ahora ya totalmente sobrio, comienza a temer las reacciones de la pobre loca. Intenta apartarse con un rápido golpe de sus brazos. Ella, con increíble fuerza, lo aprieta de nuevo contra su pecho.

––¡Ámame! ––grita ella más que ruega.

Tratando de serenarla, la abraza también. Después, midiendo el tono de su voz, le dice: «¿Nos vamos ya para el pueblo, amor mío?»

––¡Después de hacer el amor! ¡Después de ser tuya de nuevo! ––la voz vuelve a ser extrañamente joven.

––¡Estás loca! ––después de gritarlo se arrepiente––. ¡Ya es demasiado tarde!

––¿Loca? ––empuña la brillante hoz en su mano––. Tenía que haber venido mucho antes a saldar mis cuentas contigo ¡Mentiroso! ¡Ya no me deseas como entonces! ¡Si no eres mío no serás de ninguna otra!

Mientras grita, la hoz comienza a trazar extrañas curvas en el aire y, una y otra vez, se hunde en el cráneo del viejo, con extraños chasquidos.

El grito, desgarrador, resuena en todo el bosque. Después, apenas el sordo ruido de la hoz entrando y saliendo, una y otra vez, de su destrozada cabeza. Tras cada violento golpe, un movimiento espasmódico de su cuerpo sobre la hierba húmeda que antaño sirvió de lecho para sus juegos amorosos.

Los blancos cabellos, se van tiñendo de rojo carmesí. Tras un último espasmo, queda inmóvil, con los ojos muy abiertos, reflejando la incredulidad por el inesperado final.

Durante los pocos segundos que la muerte tarda en llegarle, pasan por su mente imágenes en alocado tropel: Luisa, Claudia, el viejo mastín... Después todo se desvanece... Todo se va haciendo cada vez más borroso hasta sentir que sus fuerzas le abandonan, cayendo en un profundo y postrero sueño.

Ella, con las greñas al viento, sigue dando incontables golpes sobre la ya destrozada cabeza del viejo, con la hoz manchada de sangre hasta la empuñadura. De pronto, con un destello de lucidez en sus ojos, parece despertar mientras mira el cuerpo del viejo a sus pies, ya sin vida...

––¡Despierta, amor mío! ¡Despierta! ––sus gritos son cada vez más lastimeros y terribles––. ¡Aún no hemos hecho el amor!

Con esfuerzo, lo levanta del suelo hasta apoyar su espalda contra el tronco del roble. «¡Está dormido!» Lo toma en su regazo y susurrando, Dios sabe qué, lo mece acompasadamente, como si estuviese acunando a un niño.

Por fin, después de un buen rato, observa fijamente el cuerpo del viejo sobre su ensangrentado regazo y suelta una estruendosa y estremecedora carcajada...

Lejos, allá en el caserío, el mastín aúlla de manera lastimera. Isabel, con un candil en las manos, se acerca hasta el galpón para ver que sucede. El perro está inquieto y no cesa en sus quejas…

––¡Calla! ¡Tú amo pronto vendrá! Seguro que hoy también ha bebido más de la cuenta... ––dice al perro, mientras otea el camino esperando ver aparecer al viejo.

Después de un par de horas más de espera, y al comprobar que no aparece, se viste para ir hasta el pueblo a buscarle. Es ya muy tarde, más de las doce de la noche. «Seguro que cogió una buena y se quedó en casa de su hermano a dormirla», piensa mientras termina de echar sobre sus hombros el grueso chal de lana.

Un grupo de gente del pueblo, reunida por el hermano del viejo y el médico, se pone a buscar por los caminos y laderas de la montaña. Las linternas semejan un reguero de luciérnagas caminando por el bosque en todas direcciones.

De madrugada casi, cuando el sol anuncia su salida tras el pico de Fonte Fría, uno de los grupos divisa algo extraño colgando del viejo roble.

Ella, rodeado el cuello con su negro mandil a guisa de soga, pende de una de las ramas del árbol. A sus pies, apoyada la espalda en el tronco; con una extraña sonrisa en el ensangrentado rostro, está él...

El mastín, acariciada su cabeza por el hermano del viejo, se pone muy nervioso y comienza a aullar cuando los hombres traen el cuerpo de su amo hasta la casa. El can, con las orejas caídas y su rabo inmóvil, se acuesta delante de la puerta de la habitación. Sobre la cama, el amo al que temió y al mismo tiempo amó, duerme su último sueño...

***

Claudia, avisada por su tío, llega aquella misma tarde al caserío. Sus hermanos lo hacen al día siguiente, con el tiempo justo para asistir al entierro.

«Réquiem in eternam…» El cura reza el responso, mientras el féretro es llevado por sus hijos, su hermano y el médico, hasta el panteón familiar. Claudia e Isabel, abrazadas las dos, caminan tras él.

El enterrador, endurecido en aquellos menesteres, espera con un caldero lleno de argamasa y una llana, para precintar el nicho. ¡Está deseando terminar! ¡Dos entierros en un mismo día, son demasiado para sus viejos huesos!

Cerca del nicho, en donde está siendo introducido el féretro, un montículo de tierra, aún fresca, indica el lugar donde ha sido enterrada la loca. Sobre el túmulo, una sencilla cruz de madera.

El viejo, reposa en el nicho situado bajo el de Luisa, su esposa. Ahora, estarán para siempre juntos… ¡Como ella siempre había deseado en vida!

Claudia, apoyada en la verja del panteón familiar, inicia una extraña sonrisa, mientras observa los dos nichos superpuestos con los restos de sus padres. Se da la vuelta, contemplando el túmulo de tierra fresca que cubre los restos del gran y primer amor del viejo… Después, volviendo la mirada al panteón familiar, exclama a media voz: «¡Ahora será tuyo para siempre, madre!»

El mastín, atado bajo el galpón, sigue aullando lastimeramente...

El viejo roble, allá en la cima del soto, difuminado por la niebla que va emergiendo del cercano arroyo, agita sus ramas con el viento del norte.

Isabel y Claudia, sentadas cerca de la chimenea, ambas en silencio, piensan en el triste final del viejo.

El perro, aullidos lastimeros, no cesa de llamar a su amo...

© 2009-Fernando J. M. Domínguez González